Chivo expiatorio y dolores de parto

Crítica de Danza cine

Representación de 'Miserere', ayer, en el Cervantes. / Daniel Pérez / Teatro Cervantes
Pablo Bujalance

06 de febrero 2017 - 02:13

Miserere. cuando la noche llegue se cubrirán con ellaHHHHH

Festival de Teatro. Teatro Cervantes. Fecha: 5 de febrero. Compañía: La Phármaco. Dirección y dramaturgia: Luz Arcas y Abraham Gragera. Coreografías: Luz Arcas. Intérpretes: Luz Arcas, Raquel Sánchez, Begoña Quiñones, Ana Catalina Román, Nadia Vigueras y Elena González-Aurioles. Música: Carlos González, Laura Fernández y Cristian Buades. Aforo: Unas 400 personas.

Uno de los momentos más emocionantes del Miserere de La Phármaco llega en su segunda escena, aún durante el viernes: las bailarinas se disponen en un círculo litúrgico mientras los músicos, gobernados por Carlos González al piano, deconstruyen un cuarteto de Schubert tornado al golpe de pecho de una marcha fúnebre o procesional. La música de Schubert (un compositor consciente desde su alumbramiento como tal de una muerte temprana, inminente) está llena de cosas que nacen y mueren constantemente, y justo esto ocurre en Miserere: la liturgia consiste en el sacrificio de una víctima pascual con la esperanza de que un poder expiatorio, ciertamente, pase; al mismo tiempo, las mujeres sufren dolores de parto. Sus cuerpos se abren y se disponen a dar a luz mientras el de la ofrenda yace todavía caliente. Miserere es una aproximación brutal, directa y descarnada a lo sagrado y, por tanto, a los orígenes de las sociedades humanas. Para su arquitectura dramática, Luz Arcas y Abraham Gragera han buceado a fondo en René Girard y Elias Canetti, pero su poética es propia, implacable, a veces dura y otras propicia a la conmoción. Los propósitos del montaje atienden esencialmente al folclore (incluso cuando se introducen elementos cultos como Schubert, en una reveladora síntesis barroca) porque es ahí, en el lenguaje sedimentado que expresa luminosamente cuanto las palabras no llegan a decir, donde lo que el ser humano es se manifiesta con claridad. No es antropología, o no lo es exclusivamente: la materia prima de esta danza es la poesía, el abajo, el temblor, el canto: un arte mayor previo al verbo que ya condujo a la catarsis antes del amanecer de la tragedia. Un arte siempre violento y guerrero: lo suficiente como para ahuyentar para siempre a los malos espíritus.

La Phármaco ha creado su espectáculo más voluminoso y complejo, con seis bailarinas y tres músicos en escena. Miserere constituye así una novedad respecto a los solos de Luz Arcas como Kaspar Hauser: El huérfano de Europa así como otras coreografías colectivas pero resueltas en un formato más inmediato como La voz de nunca; pero no representa, en modo alguno, un punto y aparte. El carácter fundacional de la pieza ya estaba candente en Éxodo: primer día, y la conexión que une el útero y el sepulcro como trasuntos del mismo templo ya quedó consignada en La voz de nunca, lectura en movimiento de Esperando a Godot de Beckett. Lo que sí hay aquí, sin embargo, es una exposición absoluta, crecida e indicadora de nuevas de cimas de la poética de La Phármaco. El trabajo de las seis intérpretes, en un proyecto tan rabiosamente mujer en todos sus términos como Miserere, es prodigioso en su fuerza, su contundencia, su calidad técnica, su generosidad y su valentía, sin que absolutamente nada quede en el tintero. El folclore, incluido un verdial con piano abandolao, comparece preciso en su función sanadora. Uno sale curado de la función, consciente de que algunos demonios han perecido en la butaca. La violencia, armada de cuchillos, surte su efecto; pero más aún la observancia de un arte que se entrega sin reservas. Es en ese darse donde la expiación cobra sentido. La verdadera víctima del sacrificio es la danza, es ella la que arde hasta la última ceniza y renace convertida en rito para que los comulgantes se sientan absueltos y menos solos. Las lágrimas que cundían ayer durante el estreno en no pocos espectadores daban fe de tal poder.

Pero también es Miserere un artefacto político, por cuanto acude a la generación de la polis, denuncia sus debilidades y acrisola sus miedos a la vez que los espanta. El chivo expiatorio sigue siendo necesario, cada viernes, para que un nuevo domingo ocurra. Las imágenes proyectadas de Virginia Rota ofrecen un contexto preciso al rito, a la definición de lo humano fuera de sí; pero es abrumador el modo en que todos y cada uno de los gestos, los pasos, las notas, los círculos, las formas, las luces y las sombras significan. Este Miserere es, al fin, un espectáculo necesario que nos devuelve la humanidad que somos. Un paseo por el fuego a cuyo término nos encontramos redimidos. Intactos.

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