"Desconfío del lenguaje porque afianza lo que damos por sabido"
Chantal Maillard. Escritora
La autora regresa estos días a las librerías por partida doble, con la síntesis poética y teatral 'Cuan menguando' (Tusquets) y el ensayo '¿Es posible un mundo sin violencia?' (Vaso Roto)
La posición de Chantal Maillard (Bruselas, 1951) como referencia clave de la literatura española contemporánea ha crecido de manera exponencial desde la publicación de Matar a Platón (2004), libro con el que ganó el Premio Nacional de Poesía, y a través de otros títulos que ahondaban en la misma querencia poética como Hilos seguido de Cual (Premio Nacional de la Crítica en 2007), Hainuwele y otros poemas (2009) y La herida en la lengua (2015).
En cuanto al pensamiento, la autora, residente en Málaga desde 1963 y muy vinculada a su facultad de Filosofía y Letras, ha sido objeto de un reconocimiento similar merced a obras como Contra el arte (2009), La mujer de pie (2015) y la reedición de su imprescindible La razón estética (2017), por no hablar de la compilación poética y ensayística que brindó en India (2014).
Ahora, Maillard regresa a las librerías por partida doble. En Cual menguando (Tusquets) presenta una nueva aproximación a su singular personaje, tanto desde el verso como desde una serie de breves piezas teatrales en las que dialoga abiertamente con Samuel Beckett (un ejercicio revelador por cuanto Maillard ha creado en los últimos años espectáculos escénicos y musicales basados en obras como Matar a Platón y Diarios indios);¿Es posible un mundo sin violencia? (Vaso Roto), por su parte, presenta un diagnóstico ético sobre el presente y aborda algunos de los retos más apremiantes para la especie humana.
–Su personaje Cual parece habitar ese mundo fuera del tiempo en el que respiran las criaturas teatrales de Samuel Beckett. ¿Por qué decidió llevarlo allí?
–Cual, como bien sabes, no nace en este libro, sino en otro anterior, Hilos seguido de Cual. Durante la redacción de aquel libro, Beckett estuvo presente sin yo saberlo, pues mi respiración seguía el ritmo de una composición de Morton Feldman. Yo no tenía idea, entonces, de la relación que les unía a ambos, ni que habían estado trabajando juntos. Las influencias son así, a veces vienen indirectamente, dando rodeos extremadamente fructíferos. Luego me encontré con Film, la película de Beckett, y quedé tan impresionada del parecido que su personaje tenía con Cual que, como guiño, con la ayuda del Centro de la Generación del 27 rodamos un brevísimo corto en el que actúo.
–¿Cómo se dio la transición en Cual de lo poético a lo teatral? ¿O acaso no hay transición alguna, dado que, por ejemplo, las acotaciones dramáticas encierran valores poéticos propios?
–Cual apareció al final de Hilos, cuando la atmósfera se volvió tan asfixiante que resultaba difícil respirar. La atmósfera: el aire o el lenguaje. El aire tanto como el lenguaje. Habían enrarecido. Reducidos al mínimo. Entonces apareció este curioso personaje, desposeído de sí, extraño, extra-viado: fuera de las vías, fuera de lo común: el común pensar y el común decir. Un ser más ocupado en el vuelo de una mosca que en las ideas en las que nos enredamos y las intenciones que nos coartan. De este modo es como habita también los breves poemas de la primera parte de Cual menguando. La segunda parte adopta, en efecto, la forma de piezas teatrales, aunque, como bien dices, las acotaciones –que, por cierto, ocupan los márgenes– son algo más que simples indicaciones escenográficas. La voz poética, que en el teatro clásico correspondía a los personajes, se desplaza aquí a los márgenes, donde quien habla no es el personaje sino el autor y donde la acción adquiere forma. Es ésta, por mi parte, no lo niego, una vuelta de tuerca más para complicarles la vida a editores y libreros, pues ¿cómo clasificar un libro que se salta los géneros? ¿Es teatro? ¿Es poesía? ¿En qué colección o en qué anaquel situarlo? Eso me gusta.
–Beckett se decantó por el teatro, más incluso por la dirección que por la escritura, ya que consideraba el gesto del actor más elocuente que lo que pudiera decir. Las piezas teatrales de Cual menguando presentan, como en Beckett, abundantes silencios y acotaciones pero diálogos muy breves. ¿Nacen estos escritos de la misma desconfianza hacia el lenguaje que profesó el irlandés?
–Los diálogos responden, en realidad, a una necesidad. Tenía que volver a desdoblar al personaje. Cual se estaba asfixiando otra vez. En los parajes naturales se encontraba a salvo, pero cometió el error de venir a habitar entre nosotros. La ciudad es un organismo al que no logra entender. Nuestras formas de relacionarnos y nuestras fórmulas lingüísticas le resultan incomprensibles. Entonces apareció Fiam. Fiam es quien le procura a Cual la calma que precisa para seguir viviendo con la duda de si detrás de la puerta sigue estando la calle o si lo que hay es un abismo. La desconfianza aquí –a la mía me refiero– lo es para con el lenguaje porque éste nombra y afianza todo lo que damos por sabido. Si los personajes de Beckett son tan entrañables es precisamente porque su lenguaje es tan mísero, tan in-apropiado como su modo de ser. Y esto es lo que hace que lo normal, de repente, nos resulte sospechoso.
–En relación con Matar a Platón, ¿es su inclinación a la escena consecuencia de la preferencia por el acontecimiento en lugar de la idea?
–Es más bien lo que estábamos comentando: que cuando lo que damos por supuesto nos resulta extraño es más eficaz mostrarlo por medio de unos personajes que actúan de modo diferente que escribiendo un tratado de filosofía.
–Tanto Cual como otro de sus personajes, Fiam, evocan a veces a Belacqua, el personaje de La divina comedia que tanto influyó en Beckett y que, sentado en la puerta del purgatorio, al ser preguntado por sus deseos de ir al cielo responde encogiéndose de hombros. ¿Presentaría a Cual como una aspiración?
–Lo es para mí. Aunque, en estas piezas, Cual se parece aún demasiado a mí. Por eso necesité a Fiam. Fiam es quien, desde la repisa en la que está sentado, hace que las angustias de Cual, sus dilemas, sus rituales, parezcan nimiedades. Fiam se encoge de hombros, en efecto. Encogerse de hombros ante las puertas del paraíso tan sólo puede hacerlo quien no se importa demasiado. Para éste, el cielo y el infierno no tienen mucho sentido.
–Citaba antes el Film de Beckett y es cierto que Cual encierra una especie de tributo a Buster Keaton, que protagonizó aquella película. ¿Le ha movido en alguna ocasión durante la escritura de Cual menguando la intención de hacer reír al lector?
–Lo que puedo asegurar es que yo me lo he pasado bien escribiendo estas piezas. Mi escritura suele ser por lo general bastante seria, pero cuando escribo para mí aparece fácilmente mi lado humorístico. Y estas piezas las escribí por gusto. Son un divertimento. Me encantaría saber que el lector se lo haya pasado bien leyéndolas. Aunque estoy segura de que, más que risa, lo que estos personajes le procurarán será una cierta ternura. La ternura es infinitamente más valiosa que la risa, pues la ternura nos acerca a su objeto, mientras que la risa lo mantiene a distancia.
–¿Considera al lector de teatro un modelo más activo que el de narrativa o poesía, precisamente por la invitación que se le hace a abordar su propia puesta en escena de la lectura?
–Supongo que esto pasa con todos los géneros. El lector siempre escenifica de algún modo. Cuanto más despojada de paisaje sea una obra, sea ésta del género que sea, más trabaja la imaginación, es evidente. Ante una obra teatral cuya escenificación está muy determinada el espectador tiene muy poco que imaginar en lo que a la situación se refiere. Por eso me gustan las películas en blanco y negro; el color restó al cine en vez de añadirle. La imaginación trabajó menos. El trabajo de la imaginación es un ir y venir entre dos percepciones (o sentimientos, según el caso), la que se recuerda y la que tienen lugar. Si ese vaivén no se da, el espectador sale con cierta sensación de vacío.
–En cuanto a ¿Es posible un mundo sin violencia?, usted parte de la premisa, contraria a Leibniz, de que éste no es el mejor de los mundos posibles. Philip K. Dick respondió en estos términos: "Si este mundo os parece horrible, deberíais ver los otros". ¿La sola conciencia de un mundo implica necesariamente la violencia?
–Nunca estuve de acuerdo con esa idea de Leibniz de que éste fuese el mejor de los mundos posibles. Un mundo que se sostiene sobre el hambre no es el mejor posible, es una maquinaria infernal. Y por mundo no me refiero aquí a la manera en que interpretamos la realidad –algo que, tienes razón, añade complejidad al asunto– sino a algo previo, mucho más concreto y evidente: todo individuo quiere sobrevivir, pero lo hace sobre la muerte de otros. El mundo es violencia; es, ésta, la ley de un universo en el que la permanencia no es sino un concepto vacío. Pero una vez entendido esto, la cuestión es otra. La cuestión es averiguar si es posible minimizar el daño. Pues no sólo consentimos a vivir en un mundo por naturaleza violento sino que a esa violencia nosotros, los humanos, le añadimos otra. Matamos por poder, por placer y por conveniencia. ¿Una forma, tan natural como otra, de gestionar sus territorios, las poblaciones de una especie demasiado numerosa? Puede ser. Pero ¿no será que nos movemos con un marco de pertenencia (familia, grupo social, especie) demasiado estrecho?
–¿Y no es el imperativo categórico kantiano el que impone ese marcho estrecho? Al cabo, uno actúa hasta donde puede.
–Hemos llegado a un punto en el que esa moral del semejante ("No hagas al prójimo lo que no quieras para ti") ha quedado estrecha. Es preciso trocar la moral del semejante en una ética de la compasión, mucho más abarcante. En un mundo global, en el que no hay fronteras comerciales y comprendemos que todos –y todo– dependemos de todos, tampoco debería haberlas entre territorios, géneros ni especies.
–¿Es posible una solución a la violencia fuera de la política? ¿O necesitamos la violencia que incorpora el ejercicio de la política para acabar con la violencia?
–La violencia no acaba con la violencia, al contrario, la prolonga. Si algún cambio es posible, no será ni añadiendo violencia ni con ejercicios de retórica, sino mediante una educación integral de los individuos que incluya la escucha del animal que son, y con ello me refiero, no a la parte más abyecta de nuestra naturaleza (que no pertenece a lo animal sino específicamente a lo humano), sino a ese saber anterior que todo animal posee y que les ha permitido convivir sin alterar el equilibrio del entorno del que dependen. Mientras los que se dedican a la política sigan confundiendo el fin (la convivencia de los pueblos) con el medio (la victoria de un partido) no habrá política digna de ese nombre. Claro que para eso hace falta menguar: en orgullo, en deseos de poder y, sobre todo, en creencias.
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