Domingo de Chagall
Ruth Young es cantante de jazz. Fue una de las mujeres de Chet Baker -el bello trompetista blanco, cruce perversamente apolíneo y dionisíaco entre Elvis, Monty Clift y James Dean cuya caída libre, en sus últimos tramos, narra Let's Get Lost (1988), un sensacional documental de Bruce Weber-. Ella justificaba sus años con el genial músico (yonqui para más señas), con la frase definitiva: "¡Es que era como vivir con Picasso!". Le resultaba tan perturbador y atrayente como cabreante e inspirador. Contaba que aunque la animaba, no la apoyaba en su carrera como intérprete. Pero eso no evitó que compartiese su juventud con él: con todo su talento, con todo su encanto… Y con todas sus mentiras. Lo que le ocurrió a Young no es nada raro, y es susceptible de darse en esta existencia, especialmente cuando el matrimonio entre arte y vida se reproduce de manera tan cabrona. Vida y arte. Arte y vida. La obsesión por la vida y por el arte caracteriza a buena parte de los creadores modernos y contemporáneos de los siglos XX y XXI: tenemos ante sí la oportunidad de contemplarlos, diluidos y ajenos a la tiranía de la cronología o de las escuelas o movimientos, a través del discurso que ha dotado -al fin- de contenido al Cubo. El Centro Pompidou Málaga se inaugura con el estigma negativo de la marca como concepto. Parte del tejido cultural se hace sus preguntas -de manera razonable o abrazando a Malevich- acerca del legado que este proyecto dejará en la ciudad, dada su provisionalidad (cinco años prorrogables, en principio).
Cabe preguntarse si la experiencia pedagógica del Pompidou en París (el prestigio de la institución se basa, en parte, por su carácter pionero en estas experiencias) tendrá su onda expansiva en Málaga. Esperemos que sí. Desde luego, poner a los pequeños ante juegos que impliquen la construcción de su ciudad ideal -la obra de Miquel Navarro, Bajo la luna II, está concebida para la práctica lúdica del arte-, o le permitan preguntarse por su identidad, no parece mala cosa. No parece buena cosa, en cambio, que el centro de arte desconecte de la ciudad, si es que quiere ser más hub que museo. En este sentido, la implicación local es una necesidad que va más allá de los propios creadores: ha de abarcar al público mismo (de cualquier edad, condición e inquietud).
EL CUERPO ES EL TEXTO
Existe un propósito educacional y constante en el discurso de la exposición-colección del Pompidou malacitano. No solamente por la estructura, que gira en torno al cuerpo en cinco grandes secciones, con casi un centenar de obras de artistas entremezcladas y repartidas en las diferentes secciones: Metamorfosis, Autorretratos, El hombre sin rostro, El cuerpo político y El cuerpo en pedazos. También por la incursión deliberada de elementos que invitan a contemplar algunas piezas desde perspectivas diferentes, ya sea con objetos a disposición del público, o mediante la distribución del espacio. Un ejemplo de esto último es Ghost (2007), la instalación de Kader Attia exhibida en El cuerpo en pedazos. Explanada de cuerpos manifiestamente sumisos, esculturas de aluminio basadas en moldes humanos (un grupo de estudiantes de arte, concretamente); vista desde el fondo o enfrentándola, e incluso contemplándola desde la planta baja, resulta perturbadora.
Pero es que la pieza del francés está rodeada de los pedazos de cuerpo que constituyen el interrogante máximo de un siglo reciente, cargado de violencia que desmembraba y exiliaba, cuando no exterminaba. O se acercaba al crepúsculo sexual y desvergonzado del viejo Picasso en Couple (1971). Ahí está la reinvención del cuerpo y de mitos según el Max Ernst pintor -Trois jeunes dionysaphrodites, 1967 - o escultor -L'Imbécile, 1961-; o conforme a la versión, siempre desconcertante, de un clásico de la vanguardia como René Magritte (Le Viol, 1945). Los saltos en el tiempo quedan atemperados por puentes que tienden cuadros como Die Mädchen von Olmo II, pintado en 1981 por Georg Baselitz; conectado, por la vía del color y del expresionismo con Die Brücke. Nunca mejor dicho.
Atrás quedó, en el recorrido de la muestra permanente, el hulahop visceral de Sigalit Landau en Barbed Hula (2001), performance filmada en una playa donde la artista israelí juega con un alambre de espino. El cuerpo político, sección que alberga esta atrayente obra, fue forzosamente femenino en la década de los sesenta. La americana Carolee Schneemann y la cubana Ana Mendieta politizaron sus cuerpos como respuesta al establishment masculino, en Body Collage (1967) y Untitled (Blood Sign #2/body Tracks) (1974), respectivamente.
RETRATOS SIN ROSTRO
Dos obras relativamente recientes de Li Yongin y Djamel Tatah (de 2003 y 1998), preceden las propuestas de Yoko Ono en su época Fluxus (Eye Blink, 1966) y de Gérard Malanga, quién sometió al jefe de la Factory a su propio screen-test en Andy Warhol. Portrait of the Artist as a Young Man (1964-1965). El hombre sin rostro da título a una sección en la que las identidades son desdibujadas adrede: la máquina y la deshumanización pesaban. Mientras que la búsqueda de Giacometti insiste en figuras idénticas, Fernand Léger y Giorgio De Chirico -en pleno período de entreguerras- dan rienda suelta a lenguajes donde la figuración da respuesta a su extrañeza ante la sociedad moderna. Ejemplos de ello son Femmes dans un intérieur (1922) y Deux personnages (1920).
Autorretratos supone el deleite de toparse, en apenas unos pasos, a Frida Khalo, Francis Bacon, Eduardo Arroyo y Marc Chagall (auténticas perlas de la colección del Pompidou parisino). Rostros como el de la audaz mexicana, que se rodea de un marco pintado: poesía del dolor físico y psíquico, aliento revolucionario con moño… "Un lazo puesto alrededor de una bomba", según Breton (así definía el carácter violento y vitalista de la obra de Khalo). Dos perlas rayanas en lo queer asoman en la piel de Arroyo (El caballero español, 1970) y Paschke (Joella, 1973), en unas visiones que tiran de la parodia ibérica -en el caso del primero- y la confusión de género -en el caso del segundo-. Sin olvidar, por supuesto, a un artista comprometido con su verdad plástica. Una verdad deforme, cambiante, negacionista de la superficialidad: Francis Bacon y su Self-Portrait (1971).
Rineke Dijkstra, fotógrafa neerlandesa, ocupa un espacioso lugar en Metamorfosis (o la reflexión que el centro cúbico plantea en relación con la ruptura de la voluntad de representación que supuso la modernidad). Los niños de I see a Woman Crying (Weeping Woman) Tate Liverpool (2009-2010) -a los que graba mientras observan Mujer llorando (1937), de Picasso-, ofrecen un tríptico panorámico de reacciones diversas ante el arte. Antes regresamos al artista malagueño, mentor presente, fagocitado, revisitado y parodiado. Picasso abre sección (y colección) con obras como Tête de femme (1931) y Le chapeau à fleurs (1940), punto de partida de una deconstrucción que, a la postre, se mostró ventajosa. No en vano, hizo florecer escenarios conceptuales que transitan a lo largo de un Centro Pompidou que, si bien no ha venido para quedarse, de momento ofrece un discurso más que pertinente, y bien construido. Sirva como guinda esa maravilla titulada Dimanche (1952-1954), un domingo cualquiera en la Ciudad de la Luz. Según Chagall.
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