Eduardo Arroyo planta en el CAC su metamorfosis de la materia

El centro acoge hasta el 1 de septiembre 'Esculturas (1973-2012)', la más ambiciosa retrospectiva consagrada a este registro del creador madrileño, con más de 70 piezas

Eduardo Arroyo (Madrid, 1937), ayer, en el CAC Málaga, junto a dos obras de su serie 'Deshollinador' (1980-2007).
Eduardo Arroyo (Madrid, 1937), ayer, en el CAC Málaga, junto a dos obras de su serie 'Deshollinador' (1980-2007).
Pablo Bujalance Málaga

15 de junio 2013 - 05:00

Cualquier oportunidad para volver a encontrarse con Eduardo Arroyo (Madrid, 1937), pieza clave en la historia del arte español del último siglo, objeto de retrospectivas en el Centro Pompidou de París y el Museo Guggenheim de Nueva York, humanista en el más fiel sentido de la palabra y superviviente de una irrepetible estirpe de creadores (en la que siempre ha ejercido, eso sí, de individualista feroz), es buena. Y ayer estuvo el maestro en el CAC Málaga para inaugurar una exposición enmarcada en el décimo aniversario del centro que ofrece una perspectiva de su obra hasta el momento inédita. Esculturas (1973-2012) es un festín de más de 70 piezas que encierra mucho más que cuarenta años de creación: la piedra, el metal y la madera dan aquí cuenta de la capacidad de este hombre para imprimir vida (y vida cambiante, mutante y hasta renacida) con más contundencia, si cabe, que la pintura. De modo que convenía no perdérselo y asistir. El público podrá hacerlo y disfrutar de esta exposición única hasta el 1 de septiembre: hay verano por delante.

Admitía ayer el propio Arroyo que, si bien la escultura ha representado hasta el momento en sus exposiciones un papel discreto, la muestra de la que ahora es comisario Fernando Francés constituye la primera aproximación a su trabajo como escultor de manera amplia. En cuanto a los materiales empleados, Arroyo subrayó la piedra como matriz esencial, lo que tiene en sus palabras una explicación clara como el agua: "Yo nací en Madrid, pero por parte de mi familia materna soy de Robles de Laciana, una pequeña aldea de León cercana ya a Asturias. Mi gente tenía allí una casa que en algún momento se perdió pero en cuanto pude volví a comprarla. Allí instalé un taller en el que paso parte de los veranos y en el que empleo los materiales que más a mano tengo. El primero es la piedra, que predomina en el paisaje, pero también el plomo, que han utilizado muchos artistas desde siempre. Todo es muy espontáneo, muy inmediato. El trabajo con metales como el bronce es muy distinto, porque hay que mandarlo a fundir a varios sitios. Aunque lo que más me gusta es combinar los materiales, mezclarlos en el mismo objeto".

Arroyo ha depositado en Francés toda su "confianza" para la organización de la exposición, por más que las retrospectivas no sean precisamente de su agrado ("Las antológicas sólo sirven para enseñar los defectos; al menos, ya he percibido aquí algunos errores en los que procuraré no volver a incurrir", afirmó ayer). En cuanto a su relación con la escultura como objeto, ésta no difiere mucho de la que establece con la pintura: "Cuando la acabo, la firmo por delante, la firmo por detrás y luego le doy de vuelta, la pongo de cara a la pared. Es que a partir de entonces ya no me pertenece, ya debe seguir su camino. El único vínculo que mantengo con cada obra acabada es de tipo pecuniario. En mi casa no hay obras mías".

Un paseo por la exposición, que ocupa el espacio central del CAC, permite al visitante hacerse una idea completa de los motivos y argumentos que estimulan la imaginación de Arroyo, comprometido en lo político pero más aún con la cultura como alimento imprescindible tanto para las sociedades como para quienes las conforman. A través de piezas recientes y expuestas ahora por primera vez como Unicornio (2009), Tatuaje (2005), Fantomas (2007) y Wadorf Astoria (2012), así como de guiños a resortes de la cultura española tan dispares como Don Quijote, Doña Inés y la botella de Tío Pepe, aflora lo que Fernando Francés denominó ayer "una posible teoría fantástica": el recurso a la mitología y a la literatura como mecanismos útiles para explicar el mundo con más eficacia que la reproducción realista. Y el mismo Arroyo, también ilustrador de libros, se explica: "Pertenezco a una generación de artistas formada en París a finales de los 50. Y siempre, desde entonces, las referencias a la literatura desde el arte han estado mal vistas. Era algo que, sencillamente, no se debía hacer. Pero yo he procurado que no me afectara. Siempre he defendido la idea de que un cuadro es un sitio en el que cabe todo, y lo mismo se puede decir de una escultura. Yo siempre he querido ser escritor, de hecho en mi juventud quise ser periodista porque pensé que eso me ayudaría, pero he terminado dedicándome al arte. Sin embargo, nunca he renunciado a esa contaminación y, desde luego, no lo voy a hacer ahora. Siempre va a estar presente en mi obra". Su resistencia a los absolutismos es, de cualquier forma, modélica: "También está muy mal visto pintar al óleo, algo que yo sigo haciendo. Una vez, un titular de Le Monde pretendió enfrentarme a las nuevas generaciones de artistas a costa de mi gusto por el óleo. Siempre se dice además que el óleo mancha, y que la trementina huele. Vaya, que lo mejor es no pintar. Pero yo mantengo una postura de oposición, y estoy menos solo de lo que parece".

A través de la forma primigenia de la piedra y la mezcla con los metales, las esculturas plantan en los ojos del espectador una impresión que resulta más difícil de distinguir en la pintura: el ansia de permanencia. Hay ciertos sabores de antigüedad prehistórica, de aspiración ritual dolménica, por más que cada obra tenga mucho de juego y de adscripción popular. Con ello, ciertamente, Arroyo refuerza su cordón umbilical literario: si los libros son objetos efímeros, el material que contienen aspiran a durar para siempre. Leer estas esculturas reporta el mismo placer.

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