Elemental, monsieur Dupin

La editorial Akal reúne en un único volumen los relatos escritos por Edgar Allan Poe con Auguste Dupin como protagonista Se pueden leer sus libros, pero nunca agotar su obra

Ilustración de Edgar Allan Poe, un autor inacabable.
José Abad

30 de junio 2015 - 05:00

Según el anónimo narrador encargado de transcribir sus aventuras, C. Auguste Dupin era un caballero de amplia cultura e ilustres ancestros que, caído en desgracia, decidió apartarse del mundanal ruido. Dupin disponía de una pequeña renta que le reportaba unos parcos beneficios, pero era del tipo ahorrador y carecía de vicios caros: "Los libros constituían su solo lujo -nos dijo-, y en París es fácil procurárselos". Además de bibliófilo, Dupin era un nocherniego empedernido -ahí se delata su ascendente romántico- y un investigador diletante; en la solución de varios casos de la crónica negra parisiense no lo movía el imperativo económico, sino el desafío que suponía para su inteligencia arrojar luz allí donde reinaban las sombras. Tan distinguido personaje apareció por primera vez en Los crímenes de la calle Morgue (1841), un brillantísimo ejercicio narrativo en el cual Edgar Allan Poe mostró sus proverbiales dotes para enmarañar una trama inquietante y luego desenredarla aplicando la lógica demoledora de su protagonista.

En la calle Morgue se ha cometido un doble crimen, para todos inexplicable. Durante la noche, los gritos de Madame L'Espanaye y su hija habían llamado la atención de sus vecinos: las mujeres discutían en casa con alguien de acento extraño. ¿Un extranjero? Cuando forzaron la puerta del apartamento, los curiosos encontraron asesinadas a ambas; ni rastro del agresor. La brutalidad de los homicidios excluye la idea del suicidio: la madre había sido degollada y arrojada por una ventana, que hallaron cerrada por dentro, mientras la hija fue estrangulada e introducida por la fuerza, y boca abajo, en el cañón de una chimenea. ¿Quién podría cometer tal atrocidad? A dicha incógnita se suma la ausencia de móvil. En el lugar de los hechos se encontró dinero y joyas; el robo, pues, queda descartado. Las mujeres no salían de casa nunca, no tenían enemigos... ¿Entonces? Los sucesos son extraordinarios y la explicación es extraordinaria, no sobrenatural. Dupin resuelve el caso gracias a su capacidad de observación y al rechazo de las ideas preconcebidas: "En investigaciones como la que ahora efectuamos no debería preguntarse tanto qué ha ocurrido como qué hay en lo ocurrido que no se parezca a nada ocurrido anteriormente".

El misterio de Marie Rogêt (1843) se basa en hechos reales ocurridos en agosto dos años atrás, en Nueva York, aunque trasladados a París para que el bueno de Dupin, en su segunda incursión narrativa, diera cuenta de ellos. Aquí, el caso es atroz, y sin embargo ordinario: "Por esta razón se consideró que el misterio era sencillo, cuando, en realidad, y por la misma razón, debía considerárselo muy difícil", advierte Dupin. En las aguas del Sena ha aparecido el cadáver de una bella joven que había desaparecido pocos días antes. Todo apunta a que fue raptada y mancillada por un grupo de malhechores. Ese mismo cúmulo de evidencias pone en guardia al investigador, quien resuelve el crimen prácticamente sin moverse del sillón, limitándose a analizar los datos recogidos por varios periódicos locales al paso que lanza duras invectivas contra la cobertura sensacionalista de una prensa que, en vez de contribuir al esclarecimiento, ha estado confundiéndolo todo aún más. La progresión del relato es inexorable, aunque se resienta quizás de la falta de acción; en definitiva, El misterio de Marie Rogêt es sólo la sesuda, lúcida, exposición del protagonista.

La carta robada (1845), el tercer y último lance en que Dupin se vio envuelto, prescinde de los elementos truculentos: un documento comprometedor ha sido sustraído por cierto ministro, lo que lo convierte en un sujeto harto inconveniente para el gobierno francés. La policía está dispuesta a jugar sucio con tal de recuperar la susodicha carta y no duda en allanar la morada del ladrón. Sin embargo, las pesquisas no dan los frutos esperados. Dupin, por una vez, acude incentivado por la recompensa de 50.000 francos que el prefecto le ha prometido. Según él, la labor policial es ineficaz porque los agentes no se han adecuado al caso en cuestión, cegados por los vapores de ideas preconcebidas (ningún método sirve en cualquier circunstancia, siempre), ni han intentado pensar como el criminal (esto es, ser criminales también ellos aunque sólo fuera "en el pensamiento"). La estratagema es de una sagacidad y una sencillez apabullantes: la mejor forma de esconder el documento es precisamente no esconderlo. La trama es, una vez más, magistral y el impacto último, único. Nadie encontraba la carta robada por la sencilla razón de que estaba a la vista de todos.

En el volumen El crimen de la calle Morgue y otros casos de Auguste Dupin (Akal), el lector tiene ahora a disposición las tres narraciones que Poe dedicó al padre y paradigma -con los matices que se quieran- de cuantos investigadores y detectives han sido y serán: Arthur Conan Doyle no dudó en reconocer la deuda que su Sherlock Holmes tenía contraída con Dupin, pero tampoco el relamido Hércules Poirot de Agatha Christie o el quijotesco Philip Marlowe de Raymond Chandler escapan a su influencia. En pocas palabras, una ocasión inmejorable para volver a un maestro. Y es que de Edgar Allan Poe, gran maestre de la literatura interrogativa, quizás podamos leer todos los libros, no así agotar su obra.

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