Expresionismo en movimiento

Representación de 'Metrópolis' en el montaje dirigido por Joaquín Murillo.
Pablo Bujalance

08 de febrero 2010 - 05:00

XXVII Festival de Teatro de Málaga. Teatro Cervantes. Fecha: 7 de febrero. Producción: Teatro Che y Moche y Centro Dramático de Aragón. Dirección, adaptación y puesta en escena: Joaquín Murillo. Reparto: Carlos Alcolea, Alfonso Pablo, Jesús Llanos, Ingrid Magriñá, Raquel Anadón, Antonio Muñoz, Marian Pueo y los miembros de la Compañía de Danza Sybaa. Música: Víctor Rebullida. Aforo: Unas mil personas (casi lleno).

Resulta curioso cómo, a estas alturas, la adopción de lenguajes cinematográficos continúa abriendo puertas en el mundo de las artes escénicas, como una quimera cuyo fondo se resiste a asomar. En este siglo largo, no obstante, ha quedado demostrado que quien desea apuntalar los trasvases debe poner mucha creación de su parte: las meras adaptaciones planteadas como cambios de formato suelen llevar las de perder (nos referíamos a ello, precisamente, tras la representación en esta misma edición del festival de Días de vino y rosas), pero en la medida en que el cine es empleado como motivo de inspiración y de repercusión tecnológica para el escenario caben albergar, todavía, sensibles esperanzas. Un ejemplo llegó ayer al Cervantes con una propuesta de factura aragonesa y ambición europea, una lectura de la Metrópolis de Fritz Lang que constituye uno de los episodios más felices de la presente edición del certamen, que ya va tocando a su fin. Su equilibrio es modélico: la imagen en movimiento, como factor de asombro, es incorporada con pulcritud y artesanía en un montaje interdisciplinar que tiene mucho de homenaje pero más de inventiva y luz propia.

Hay, ciertamente, una adopción de los elementos del expresionismo cinematográfico alemán, reconstruidos, esencialmente, mediante el movimiento. Una pantalla transparente tras la que se desarrolla la acción proyecta los textos mientras los actores y bailarines recrean, mediante gestos y danzas, los resortes del cine mudo, el singular modo de narrar que acertó a usar la emoción como mecanismo vital y que se perdió para siempre con el desarrollo del sonido. Esta suerte de transfiguración constituye lo mejor del montaje, la manera en que el expresionismo revive mediante el movimiento, tanto en la singularidad de los protagonistas como en el transitar coreográfico de las masas obreras. Se hecha en falta, cierto, algo de ese expresionismo arquitectónico que regaló a la posteridad Fritz Lang en su película, aquí apenas evocado, aunque las ambientaciones funcionan bien y en especial el binomio pantalla / escena se hace singularmente bello y significativo. La asombrosa música de Víctor Rebullida, interpretada por el Grupo Enigma de Zaragoza (habría sido un verdadero lujo contar con los maestros en directo), aporta los filamentos decisivos para incrustar esta obra en ese terreno del ánimo que más se acerca a la imaginación. Un estímulo de primera, en fin, para los sentidos.

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