Gran Diana, bendita locura

Diana Navarro, anoche, en el Cervantes.
Diana Navarro, anoche, en el Cervantes.
Rocío Armas

16 de julio 2012 - 05:00

Diana Navarro. Teatro Cervantes. 15 de julio de 2012. Voz: Diana Navarro y Antonio Campos. Guitarras: Antonio Campos y Juan Antonio Suárez Cano. Aforo: Lleno (más de mil personas).

Sin previo aviso cuesta imaginarse el "lado salvaje" de Diana Navarro. Cuando hace unos días confesaba a este periódico sentirse así cantando sin mayor compañía que la de una guitarra, uno no podía intuir lo que aconteció anoche en el Teatro Cervantes. La malagueña acostumbra a embelesar en la lírica, con la copla mecida en su privilegiada garganta y la dulzura entonando sus estribillos. Pero pocos esperan que el dolor llevado al paroxismo, el desgarro y la rebeldía más pura se adueñe de sus cuerdas vocales. El flamenco lo pide y ella quiso demostrar a su público que no le falta valor ni respeto. Valor para afrontar tremendo desafío y respeto para llevarse a su terreno la majestuosidad de La Niña de la Puebla o Morente. Honestidad, inteligencia y valentía. Un trinomio de virtudes que la vecina de Huelin derrochó en un arriesgado repertorio, difícil por las firmas que lo avalaban y atrevido por quien lo entonaba. Porque cuando se asiste a un espectáculo como este poco importa que quien lo escucha sea aficionado al flamenco o no, le gusten los palos clásicos o se canse de ellos. Diana Navarro convence y punto. Lo suyo es virtuosismo en la técnica, sentido musical y sensibilidad en la interpretación de todo lo que quiera. Ya sean fandangos, bulerías, cantiñas o guajiras. Domina el suelo que pisa y es tal la entrega que no queda por menos que sumarse a su tropa de incondicionales y ponerse en pie tras cada uno de sus desgarros.

La guajira En la cabaña que habito abrió la noche sin más pretensión que advertirle al respetable de lo que le deparaba. Emocionada detrás de un vestido azul y "nerviosa como si fuera la primera vez", presentó su apuesta, "una locura maravillosa" que convirtió lo difícil en fácil, lo enrevesado en etéreo, y el aplauso en rendición absoluta.

"Vamos a disfrutar del flamenco", sentenció y el millar de personas le obedecieron. Por cantiñas comenzó a sentirse bien con Deja que te mire; y en la milonga Tinieblas rezó por la sanación con La Niña de la Puebla en su diafragma. Morente hubiera reverenciado su caña Ni contigo ni sin ti, y por cantes abandolaos se marcó un paso a dos junto a Antonio Campos.

Tras una hora de recital y entrega, a Diana ya se le empezaba a quedar pequeño el Cervantes. Salió y entró de nuevo al escenario, esta vez de negro riguroso para seguir estremeciendo con un Padre Nuestro de mimbres campanilleros. Cómoda y disfrutona se la sintió en la tanda de cuplerías con la que llegaría el momento mágico de la noche. La Loba por bulerías hizo de ella una nueva Marifé de Triana, desbocada y con la verdad en sus hechuras. El teatro de nuevo en pie y su culpable vencida y rota por el llanto. Entre vítores y piropos, la protagonista logró recomponerse y continuar la travesía, ahora por fandangos.

"Vamos a empezar a despedirnos", advirtió para recuperar su ya inmortal Sola, tal y como se había gestado "inspirado en una media granaína", detalló. Para los bises, la intérprete tiró de sus recuerdos locales y desgranó una saeta malagueña, Amargura dolorosa, que provocó -casi- el silencio en el aforo. En la copla Campanera por bulerías y a medias con su público quiso decir adiós, sin éxito. Orgullosa de su gente y "agradecida eternamente", regaló fuera de repertorio una salve marinera a capella en la víspera del Carmen. El broche a dos horas de argumentos para creer en Diana Navarro, cantaora.

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