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El 22 de febrero de 1942, tras el avance de Hitler en Rusia y la caída de Singapur en manos japonesas, Stefan Zweig y su mujer se suicidaron en Brasil, creyendo que el nazismo ganaría la guerra y el mundo, la cultura y la civilización a la que pertenecían desaparecerían para siempre. Dejaba sin publicar su maravillosa autobiografía, en la que revivía el esplendor cultural de la Europa que amaba, a la que significativamente tituló El mundo de ayer. En ella escribió: "Nací en 1881, en un imperio grande y poderoso, la monarquía de los Habsburgo, pero no se molesten en buscarlo en el mapa: ha sido borrado sin dejar rastro. Me crié en Viena, metrópoli dos veces milenaria y supranacional, de donde tuve que huir como un criminal antes de que fuese degradada a la condición de ciudad de provincia alemana. En la lengua en que la había escrito y en la tierra en que mis libros se habían granjeado la amistad de millones de lectores, mi obra literaria fue reducida a cenizas. De manera que ahora soy un ser de ninguna parte, forastero en todas; huésped, en el mejor de los casos. También he perdido a mi patria propiamente dicha, la que había elegido mi corazón, Europa, a partir del momento en que ésta se ha suicidado desgarrándose en dos guerras fratricidas". La lógica desesperación de Zweig ante el avance del monstruo ignoró lo que suponía que dos meses antes Estados Unidos hubiera entrado en la guerra; y no podía saber que antes de que acabara el año Alemania empezaría a perderla. La niebla me recordó el caso de Stefan Zweig por dos razones. Una no puedo decírsela. La otra es su desesperación ante la pérdida del mundo de ayer.
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