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Hermosa Sicilia X: Inolvidable Palermo I

El jardín de los monos

La subyugante simbiosis entre su pasado y su pintoresca alma oriental, junto a sus espectaculares monumentos hacen de ella una de las ciudades más bellas e interesantes de Europa

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Hermosa Sicilia VIII: entre la espada y la pared

La Catedral de Palermo.
Juan López Cohard

06 de agosto 2023 - 07:26

Cuando se conoce Palermo se entiende perfectamente al protagonista de la película “Dimenticare Palermo”, dirigida por Francesco Rosi, cuando dice: “Nessuno puo dimenticare Palermo” (“Nadie puede olvidar Palermo”). Palermo es una ciudad fascinante en la que por el tiempo no han pasado los años. La extraña y subyugante simbiosis entre una elegancia demodé, la añeja aristocracia de un pasado antiquísimo y su pintoresca alma oriental, unido a la espectacular cantidad y calidad de sus monumentos, hacen que se encuentre entre las más bellas, interesantes e inolvidables ciudades de Europa. La mezcla de suburbios con barrios empobrecidos, palacios abandonados, ruinas y pobreza, junto a maravillas arquitectónicas de todas las épocas, jardines bellísimos, teatros, mercados antiguos, elegantes plazas y avenidas, constituyen la más genuina expresión de la auténtica y profunda Sicilia.

La historia de Palermo ya la conocemos porque es la historia de Sicilia. En su origen fue una colonia fenicia fundada en el s.VII a.C. y su desarrollo estuvo determinado por la importancia de su puerto. De ahí le viene su nombre, porque los griegos comenzaron a llamarla “Panormus” (Todo puerto). En el año 251 a.C. pasó a estar bajo la órbita de Roma, en el año 535 d.C., Belisario conquista toda Sicilia para Bizancio y tres siglos después los árabes conquistan Palermo. Con ellos Palermo tuvo un esplendor extraordinario, llegando a ser uno de los focos culturales más importantes del Mediterráneo sólo comparable a la Córdoba omeya.

A comienzos del milenio llegan los normandos y la convierten en la capital del reino de Sicilia, alcanzando su máximo esplendor. Palermo comienza a ser como una gran joya plagada de brillantes. Después, el emperador Romano-Germánico, Federico II, la convierte en una de las ciudades más avanzadas de Europa, en la que florecen las artes y las ciencias. Se interrumpe tan brillante periodo en 1266 con la llegada de la Casa de Anjou que da lugar a la guerra de las Visperas, la expulsión de los franceses y la llegada de la Casa de Aragón.

Con los aragoneses y después con los españoles, Palermo será la capital donde residan los virreyes. La ciudad se fortifica, se construyen palacios e iglesias por doquier que configuran la ciudad barroca que hoy contemplamos. Así hasta mitad del siglo XIX en que se inicia la decadencia y aparece la Sicilia del Risorgimento que tan extraordinariamente nos describe Giuseppe Tomasi di Lampedusa en su obra “El gatopardo”. Con la “belle époque” hay un renacer económico y social que trunca la Primera Guerra Mundial y después, en el siglo XX, Palermo vio cómo se abandonaron los barrios antiguos, dando paso a una degradación paulatina en disonancia con el esplendor económico de Italia y Europa. Hoy está esplendorosa.

Cuando visitamos Palermo nos quedamos asombrados ante la multitud de monumentos que podemos encontrar, tantos que el escritor británico Lawrence Durrell, aquél que nos deleitó con la maravillosa tetralogía “El cuarteto de Alejandría”, llegó a decir en su obra “Carrusel siciliano” que “difícilmente podríamos ver ni una décima parte de los tesoros acumulados en Palermo”. He de decir que, después de mis múltiples visitas, he descubierto que lo mejor siempre es lo que queda por ver.

Entre los naranjos y limoneros de los jardines de San Giovanni degli Eremito, una iglesia arabo-normanda con una torre minarete y cúpulas rosadas, podríamos esperar que se nos apareciese Sherezade o la bella princesa Wallada, gran amor del poeta cordobés Ibn Zaydun. Muy cerca se levanta el Palacio Real (o Palacio de los Normandos) y la Capilla Palatina. El asombro por estas maravillas llega al paroxismo.

Máximo exponente del arte árabe-normando, solo ellas ya merece un viaje a Sicilia. Huelga toda descripción, tan solo voy a citar, del libro-guía “Sicilia” (Ed. Laertes, 1997), de Miguel Reyero, unas frases referentes a una misa en la capilla Palatina: “Quédese a la celebración y entenderá la descripción y el entusiasmo de Maupassant (y el nuestro). La capilla Palatina, como París, bien vale una misa”. El palacio fue inicialmente árabe, después lo adaptaron y engrandecieron los normandos y posteriormente fue residencia de los virreyes españoles. De la capilla son impactantes los mosaicos y en el palacio son muy interesantes los apartamentos reales situados en el primer piso.

Junto al palacio se encuentra la Porta Nova, que da entrada a la hoy Vía Vittorio Emanuele, principal arteria de la ciudad, construida en 1460 y reformada en 1535 para añadirle la logia, la cubierta de azulejos y el escudo imperial en conmemoración de la visita del emperador Carlos V tras su victoria de Túnez. Tras ella nos encontramos con una serie de grandes edificios, entre ellos la iglesia normanda del s. XII de la Maddalena y el palacio Sclafani, imponente edificio construido en 1330. Junto a él la pequeña capilla de la Soledad. Si algún español, visitando Palermo, siente nostalgia de España, algo que es muy difícil, puede entrar a la citada capilla. Entrará en territorio propiedad del Estado español que goza de extraterritorialidad.

Está magníficamente restaurada tras los daños sufridos en la última guerra. Digo que es difícil sentir nostalgia “en” Palermo porque lo normal, después de conocerlo, es sentir nostalgia “de” Palermo. En Palermo, como en toda Sicilia, se sumerge uno en las profundidades de nuestra historia común, aún se percibe el aroma griego, fenicio y romano, se embriagan los sentidos con el espíritu de lo oriental, lo español y, sobre todo, lo italiano.

En Sicilia se concentra Italia, la Italia que enamora, que apasiona y que subyuga, la Italia de Augusto o Cicerón, de Séneca, de Dante o de Pirandello, de Fellini, de Marcelo Mastroianni, de Gina, Sofia o Carrá, de Arquímedes, de Galileo, de Marconi o de la Nobel de medicina, Rita Levi Montalciniy, y de tantos y tantos personajes de las artes y las ciencias que han alumbrado a nuestro viejo continente. Pero especialmente, la Italia de sus gentes, su cultura, su música, toda Italia es música, sus costumbres, su gastronomía y acaba uno enamorándose hasta de la pasta, porque andar por cualquier lugar de Italia y, en especial de Sicilia, es como rodar en el “empedrao” del arrabal de Gardel: “Es un beso prolongao / que te da mi corazón”.

Pasada la capilla española nos encontraremos con el Palacio Episcopal -hoy Museo Diocesano- y el abigarrado e imponente conjunto de volúmenes que conforman la Catedral de Nuestra Señora de la Asunción. Constituye un relato de la historia sufrida con el paso de los años y de los invasores a través de sus distintos estilos. Inicialmente, en ese lugar, hubo una basílica paleocristiana que fue transformada posteriormente en mezquita. Aún se pueden observar en el ábside la parte normanda, con pequeñas linternas de azulejos de mayólica y, el exterior con arcos entrelazados y soportados en pequeñas columnas.

La transformación más desgraciada fue la que sufrió en los siglos XVIII y XIX que le dieron el aspecto neoclásico del interior que es el que vemos en la actualidad. Con todo, la catedral impacta nada más ver su fachada desde la gran plaza que la antecede, cerrada con una balaustrada adornada con estatuas. En el centro hay una estatua de santa Rosalía (la “Santuzza” en siciliano o “Santita”, llamada así por su pequeña estatura). Esta santa palermitana del siglo XII hizo muchos milagros y se le atribuye la desaparición, en el s. XVII, de la epidemia endémica de peste bubónica que asolaba Sicilia, cuando sacaron en procesión sus restos encontrados en 1624 en una cueva. Más tarde, un naturalista inglés identificó los restos con huesos de una cabra. No le hicieron puto caso los palermitanos, máxime cuando, encima, el naturalista era un pastor protestante.

En la catedral destacan elementos de una gran belleza como el pórtico gótico catalán, obra de Antonio Gambara de 1430, con tres arcos apuntados y un tímpano con escenas bíblicas. Se conservan algunos restos de la antigua mezquita, como un pasaje del Corán grabado en una columna y, entre las capillas, cabe destacar la que contiene las tumbas imperiales y la de Santa Rosalía, donde está la urna que guardan sus restos. El ábside tiene una decoración polícroma con azulejos que evocan la catedral normanda, parecida a la de Cefalú o la de Monreale, de la que hablaremos más adelante.

Y como tanta maravilla suele despertar el apetito, es la hora de probar algún plato típico de Palermo, -bueno, de Sicilia-, como los “Involtini de ternera con calabacín y queso”, cuya receta es carne fileteada y enrollada con calabacín, lonchas de queso mozzarella, albahaca, cebolla dulce, ajo, coñac o un vino oloroso, aceite y pimienta. Los rollos se sofríen en aceite y luego se cuecen con salsa de tomate. Un buen vino siciliano rosso, como un “María Constanza”, es el mejor acompañante. Y de postre podemos tomar una cassata que consiste en un sabroso relleno de crema de queso ricotta, acompañado de un bizcocho suave y cubierto con una excelente pasta de almendras.

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