“La línea que separa lo que vivimos de lo que inventamos es en realidad muy fina”
Juan Jacinto Muñoz Rengel | Escritor
El autor malagueño publica ‘Una historia de la mentira’ (Alianza), un ensayo en el que aborda la dimensión de la falsedad en la literatura, el arte, la economía, la política y la religión
Málaga/Hay una cierta lógica en la decisión de Juan Jacinto Muñoz Rengel (Málaga, 1974), uno de los escritores españoles que de manera más amplia han abordado la cuestión de la imaginación, en su caso a través de novelas como El asesino hipocondríaco (2012), El sueño del otro (2013) y El gran imaginador (2016), de dedicar un libro a la mentira. Para Una historia de la mentira, que acaba de publicar Alianza, el autor opta por el ensayo para firmar una obra tan ambiciosa como incómoda en el sentido que prefieren los mejores lectores. Los más exigentes encontrarán aquí uno de los títulos del año.
-¿Concluimos con Borges que la imaginación es la forma más estilizada de la mentira?
-La raíz de la cuestión es que todo es imaginación. A partir de aquí, sí podemos concluir que la imaginación más edificante, la que nos deja un mayor goce estético, es la que tiene que ver con el arte y la literatura. Esta manifestación de la imaginación tiene una parte de verdad, y es que, al menos, reconoce su mentira. Por eso la ficción es una mentira más inocua, menos peligrosa, más consciente de sí.
-¿Obedece este ensayo a un encargo editorial?
-No, ¿por qué?
-Porque dada su trayectoria literaria, muy ligada a la imaginación, parece el autor ideal para escribir sobre la mentira.
-Tal vez, pero no, es una propuesta enteramente mía. De hecho, cuando empecé a escribir el libro ni siquiera tenía editorial. Aunque sí es cierto que Una historia de la mentira es en parte consecuencia de mi escritura. Todas mis novelas, por ejemplo, tienen que ver con la imaginación, aunque algunas como El asesino hipocondríaco no pertenezcan propiamente a la literatura fantástica. Después de mi última novela, El gran imaginador, en la que contaba la historia de un personaje capaz de imaginarlo todo, me quedé con ganas de profundizar en la idea de que todo es ficción, de que todo es una construcción humana. Pero en aquella novela había pecado un tanto por exceso y, paradójicamente, me había quedado sin fuelle para seguir imaginando. Esa parte de mi inteligencia se había quedado, digamos, agotada. El ensayo me pareció entonces la solución idónea para exponer mis ideas al respecto sin tener que estar imaginando continuamente tramas y personajes. Y ha sido una gozada.
-Respecto a esas ideas, la que atraviesa el libro como eje central es inherente a la civilización desde Platón a Stanislaw Lem pasando por Kant: no podemos conocer la realidad, sólo inventarla.
-Así es. He intentado, de la mano de muy diversos autores, comprender y describir cómo funciona nuestra cabeza. Y lo hace a base de mentiras: a cada decisión, a cada paso que damos, a cada persona con la que nos relacionamos, respondemos con una mentira, mayor o menor. Eso es común en todos los ámbitos de la experiencia humana, lo mismo el arte que la política, la economía o el amor. Hay autores que han escrito ampliamente sobre la verdad como simulacro, pero yo he querido ir un poco más lejos sin dejar de apoyarme en ellos. Cuando lees a Kant, por ejemplo, concluyes que nunca podremos llegar al noúmeno, que sólo podemos quedarnos en el fenómeno. En la Crítica de la razón práctica parece que va a abrir alguna puerta, pero cuando intenta salir de las categorías innatas únicamente es capaz de formular un acto de fe, exactamente como hace Descartes. A la hora de aproximarnos a la realidad en sí, no podemos ir más allá de la fe.
-¿Pero no es la fe necesaria, al menos como tregua o como pacto ante la evidencia amarga de que todo es mentira?
-Sí, los actos de fe están muy presentes en todos los órdenes. Para empezar en nuestra vida cotidiana, donde los invocamos continuamente a base de pequeños autoengaños, esas mentiras que necesitamos en el día a día. Pero también en la ciencia, por ejemplo, hay muchos actos de fe: durante siglos, la Ley de la Gravitación Universal de Newton se consideró un artículo de fe, infalible. Hasta que fue puesta en cuestión.
-¿Las mentiras comunes, compartidas, que nos permiten vivir en sociedad de manera más o menos aceptable son un milagro del inconsciente colectivo?
-La certeza de que somos seres sociales también se construye desde la mentira. Si nos reconocemos como seres sociales, incluso como animales sociales, es porque nos mentimos unos a otros. Las normas educativas son pactos tácitos para que no nos lancemos al cuello del otro con la verdad a cuestas, pero la cohesión del grupo es también una ficción. El relato que conforma a la misma sociedad, alrededor de la hoguera, en el atril ante los ejércitos, es una ficción.
-Los personajes de Samuel Beckett parecen asumir la revelación de que todo es mentira. Eso les impulsa a cierta inacción, pero también a una extraña pasión, a tener ganas de seguir viviendo. Sin embargo, ¿es deseable una vida sin sentido?
-Creo que, al final, eso depende de la personalidad de cada cual. Es cierto que los personajes de Beckett reaccionan así ante al adquirir ese conocimiento, de manera paralizante, como el Segismundo de Calderón; pero otros podrían responder de manera muy distinta. Lo vemos en Schopenhauer: la verdad del mundo te puede conducir a la inacción o a todo lo contrario. Por más que el conocimiento sea aplastante, una determinada química te puede mover en una dirección o en otra. La misma literatura nos da la clave: en la ficción sabes que los personajes son mentira pero al mismo tiempo te los crees.
-Como Sancho Panza se creyó a Don Quijote.
-Cervantes propone ahí dos maneras de ver el mundo. Pero lo cierto es que las dos están fuera de la realidad. La verdad de Sancho, en su dimensión rural, reducida, limitada, tampoco es muy completa. Al final, Cervantes se vale tanto de Sancho como de Don Quijote para expresar hasta qué punto la realidad es subjetiva.
-Si todo es mentira y únicamente podemos aspirar a la ficción, ¿tiene sentido hablar de autoficción?
-De entrada, las hibridaciones entre los distintos grados de ficción me fascinan. La autoficción demuestra, precisamente, que la línea que separa el acontecimiento de la ficción, lo que sucede de lo que inventamos, es muy fina. Lo que contamos como real, como verídico, forma parte del mecanismo creador. En este sentido, Drácula, por ejemplo, es muy real. Y lo es porque las consecuencias de que exista son bien visibles: si vas a Rumanía encuentras un parque temático dedicado a Drácula cuya actividad económica deja un rendimiento bien concreto. Así que Drácula, al igual que Frankenstein, afecta a la realidad. La autoficción sigue un proceso similar, sólo que al revés: parte de la vida real y la deforma hasta aproximarla a la ficción y dejar allí su huella.
-¿El amor es la posibilidad de compartir la mentira perfecta?
-Los enamorados comparten la mentira durante tiempo. Pero sabemos que luego eso se termina. Luego comienza otra parte, más racional, que no tiene que desembocar necesariamente en una ruptura pero en la que cada uno vive más con sus propias mentiras.
-Eso sí es descorazonador.
-Tal vez. Pero la respuesta la tiene Nietzsche. En su pensamiento, el superhombre es quien advierte el carácter ficticio de la vida, la mentira en la que consiste, y sin embargo decide vivirla. Respecto al amor, podemos decir lo mismo.
-¿Qué mentira inventaremos para superar el coronavirus?
-Ya estamos en ello. Lo que pasa es que es una mentira todavía incipiente, primeriza, inestable. Por eso es tan angustiosa. Pero se consolidará. Siempre lo hace.
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