Memoria de una escena barroca
Como Madrid y Sevilla, Málaga tuvo un corral de comedias del que había noticias ya a finales del siglo XV y que ocupó dos emplazamientos, el primero junto al Mesón de Vélez y el segundo cerca de la Catedral
Ni el Siglo de Oro ni el Barroco tienen mayor estandarte que el corral de comedias, que sirvió al teatro como espacio vital en España ya desde finales del siglo XV hasta finales del siglo XVI, cuando comenzaron a construirse los primeros teatros a su imagen y semejanza (que, a su vez, serían sustituidos en el siglo XVIII por los teatros de herradura que seguían el modelo italiano). El corral de comedias, aunque genéticamente español, responde a un fenómeno común en la Europa de la época: el de la transformación de espacios reservados a otras prácticas en escenarios teatrales. Así ocurrió en Inglaterra con los cosos reservados a los combates entre bestias y hombres y en Francia con las canchas en las que se practicaba el juego de pelota. Durante el siglo XVI, el teatro vivió de esta forma su particular esplendor continental, bien bajo la legislación isabelina, la commedia dell’arte o la coronación del corral de comedias en un fenómeno social irresistible: a él acudían gentes de todas las clases y condiciones (incluidos reyes disfrazados de plebeyos) dispuestos a reír con los entuertos, emocionarse hasta el paroxismo con la defensa de la honra y mantear a los actores y autores que no hacían bien su trabajo. En una época en la que la contrarreforma había propugnado la vida hacia fuera para restar influencia al humanismo erasmista y a los viciosos judaizantes, todo era teatro: lo eran las conversaciones en la plaza, la liturgia cristiana, las coronaciones, los desfiles militares. Ningún escritor podía considerar que había alcanzado la gloria si no triunfaba en la escena: Cervantes se llevó a la tumba esta frustración mientras Madrid entero salía a la calle para servir de cortejo a Lope de Vega tras la llorada muerte del poeta.
El imaginario español se apresura a indicar los lugares emblemáticos del mapa de los corrales de comedia durante el Siglo de Oro: Madrid, Alcalá, Aranjuez, Sevilla y Almagro, el único que aún mantiene su uso escénico. Pero resulta que Málaga también tuvo un corral de comedias. Y las primeras noticias relativos al mismo se cuentan ya a finales del siglo XV, por lo que se puede decir que el fenómeno no llegó a Málaga de rebote ni de forma especialmente tardía. Más bien todo lo contrario. Su historia ya quedó registrada por Enrique del Pino (autor de la Historia general de Málaga y de Tres siglos de teatro malagueño) en un artículo publicado en el número 10 de la revista Jábega, en 1975. Una investigación que merece la pena recordar para que la ciudad se haga, si cabe, menos olvidadiza de lo que demuestra.
Este corral de comedias malagueño tuvo su origen en el mismo argumento que el de los primeros en su género abiertos en España: una intención benéfica por parte de una institución religiosa. En este caso, los impulsores fueron los frailes hermanos de la Caridad, consagrados al cuidado de los enfermos y moribundos. En una ciudad como la Málaga de finales del siglo XV y comienzos del XVI, en la que las enfermedades infecciosas convertían las calles en regueros de cadáveres, la salubridad brillaba por su ausencia y la construcción del nuevo imperio asfixiaba a los ciudadanos con impuestos hasta el punto de multiplicar exponencialmente el número de mendigos, pordioseros y desahuciados, semejante tarea entrañaba costes nada desdeñables. Por eso la comunidad cristiana decidió organizar una serie de espectáculos con el objetivo de recaudar fondos. El corral de comedias tuvo dos localizaciones, a ambas orillas de la calle Larios: el primero, en el patio de una casa de vecinos situada junto al Mesón de Vélez, en la calle que hoy tiene el mismo nombre; y el segundo, que entró en funcionamiento a partir de 1514 (aproximadamente veinte años después de la constitución del primero), en el patio del Hospital de Santa Catalina, que pertenecía a la misma comunidad de la Caridad, y que ofrecía unas mejores instalaciones y servicios. Este hospital se localizaba en el cruce de las calles Desengaño y Naranjo, en el entramado urbano que se extendía entre lo que hoy son las calles de la Bolsa y Molina Lario, reformado (y en gran parte eliminado) en el siglo XIX. Con este traslado, además, los frailes cumplieron su deseo de acercar la casa de comedias a la Catedral. Con ello, seguramente, se pretendió tranquilizar a la Iglesia respecto a la naturaleza de los espectáculos allí programados. No era una cuestión baladí: la eclosión del teatro se tradujo en un poderoso medio para la divulgación de ideas peligrosas y hábitos pecaminosos distinto a la hoja escrita. Si la imprenta había puesto a prueba la capacidad de la Inquisición para la salvaguardia de la fe, el teatro también iba a estar en el punto de mira. Absolutamente todo sobre su funcionamiento y orden debía ser comunicado a las autoridades.
Este corral de comedias seguía los patrones habituales en cuanto a público y usuarios. Los espectadores se distribuían en función de su clase social (los más pudientes ocupaban los balcones y ventanas, desde las que veían las representaciones mientras conversaban con tranquilidad, en un claro antecedente de los actuales palcos) y de género (las mujeres ocupaban la cazuela, la sección del corredor del primer piso frente al escenario, mientras que los varones se disponían en el patio y el resto de corredores). El espectáculo, por lo general, consistía, por este orden, en una loa inicial, el primer acto de la comedia, un entremés, el segundo acto, una danza u opereta, el tercer acto y una mojiganga o fin de fiesta. Era muy habitual el consumo de la aloja, una especie de limonada con hierbas aromática que repartían los alojeros desde sus puestos a pie de escenario. El corral se mantuvo en pie hasta el siglo XVIII y sufrió los reales cierres históricos, como el de 1646. Después, el olvido.
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