Por el País de los Cátaros IV: Castres
El jardín de los monos
Resultó este bonito pueblo ser tranquilo y agradable. Digno lugar para la meditación y el recreo del pensamiento. Posiblemente por ello flota en su ambiente el espíritu de aquel gran ensayista y político socialista Jean Jauré
Por el país de los cátaros V: Inicio de la cruzada
HABÍA amanecido algo más fresco éste día. Después de desayunar, nuestro ya tradicional café au lait, baguette con mantequilla y mermelada y un caliente croissant que, como siempre, se deshojaba en finas láminas de hojaldre crujiente, nos decidimos a dar una vuelta por el parque natural del Alto Languedoc, en el que se encontraba la meseta granítica de Sidobre. El día era tan limpio y y suave que invitaba a disfrutar de la naturaleza. Nos encontrábamos en el corazón de las tierras altas que se habían rebelado contra Simón de Monfort y convertido en salvaguarda de los cátaros perseguidos en el Vizcondado de Carcassonne, Albi y Béziers.
El Sidobre es un parque encantado donde enormes rocas de granito hacen equilibrios, puestas de puntillas, como enormes elefantes que grácilmente estuviesen representando un ballet de Tchaikovsky. La mole llamada Peyro Clabado, de más de setecientas toneladas de peso, es una de las muestras más asombrosa de ello. Múltiples figuras esculpidas en las rocas por la erosión y que pueblan la meseta, convirtiéndola en el escenario de un cuento donde los actores fuesen gigantescos ogros nacidos de la mente fantástica de C.S. Lewis, se ven rodeadas de ríos y cascadas petrificadas e inmóviles en un claro desafío al dios Crono.
La encantada ciudad parece abastecerse del agua almacenada en gigantescas marmitas moldeadas en enormes moles de granito horadado y de las hogazas de pan roqueño simuladas en las ciclópeas torcas que crecen por doquier. Todo ello conforma una bellísima sinfonía compuesta caprichosamente por Gea. El lago Merle, la roca de Oie, la torca de los “tres quesos” y otras muchas singularidades de la madre naturaleza, que nos inundan de armonía espiritual y amor a la vida, contrastan con la principal actividad económica de la zona: la fabricación de lápidas mortuorias.
Castres apenas si guarda algún recuerdo de la cruzada cátara. La ciudad, amurallada por aquel entonces, se entregó sin resistencia a Simón de Monfort y éste, por si acaso, mandó destruir su fortificación. Sin embargo, fue cuna de célebres cátaros como el más importante “perfecto” del Languedoc, Guilhabert de Castres, que fue obispo cátaro de Toulouse y quién organizó, al final de la cruzada, la retirada de los cátaros hacia tierras del Pirineo. También famosa, nacida en Castres, fue la perfecta Enmergarda, que además de ser perfecta en su fe, era perfecta en belleza, tal así que se la conoció como “la Belle Castreise”.
Resultó este bonito pueblo ser tranquilo y agradable. Digno lugar para la meditación y el recreo del pensamiento. Posiblemente por ello flota en su ambiente el espíritu de aquel gran ensayista y político socialista Jean Jauré, olvidado especialmente por los socialistas españoles al haberse posicionado éstos muy cercanos a las tesis de los nacionalistas. El pacifismo e internacionalismo de Jauré está patente en toda su obra, abogando por la revolución pacífica para alcanzar una república socialista internacional. Su oposición al colonialismo francés le llevó a morir asesinado en París, en 1914, a manos de un radical nacionalista.
La ciudad de Castres nació en torno a la abadía benedictina de St-Benoît, hoy catedral. De la original abadía sólo quedan algunos vestigios. Existe la leyenda de que los restos del español San Vicente Mártir fueron trasladados a ésta abadía después de una serie de vicisitudes que pasaron desde su rescate (en época árabe) de Valencia, donde se hallaban, hasta su traslado a Zaragoza primero y de allí a Castres. Las reliquias del santo hicieron de la iglesia de San Benito un lugar de paso obligado en la ruta tolosana de Santiago de Compostela. Seguramente su emplazamiento ya había sido ocupado en la antigüedad, por los celtas y por los romanos, de ahí su nombre de “castro”.
Curiosamente la historia de Castres está muy ligada a la historia de las religiones ya que después de haber sido un importante centro cátaro, fue bastión de los hugonotes durante las Guerras de Religión en la Francia del s. XVI, aquellas ocho guerras entre católicos y calvinistas que se dieron entre 1562 y 1598, de la que fue célebre la Matanza de San Bartolomé en París. Después, Castres fue sede obispal hasta finales del XVIII.
Cerca ya del mediodía, el calor había comenzado a apretar y buscamos las orillas del río Agout que atraviesa el centro de la ciudad. Por el Quai des Jacobins (Plataforma o paseo de los Jacobinos) pudimos contemplar unas magníficas panorámicas del río y de las antiguas casas de muro de entramados de madera cuyos cimientos se bañan en él. Casas que forman un mosaico de colores que convierten al tranquilo río en un bellísimo lienzo. Estas casas fueron ocupadas en el siglo XVII por curtidores, tejedores y tintoreros que hicieron de Castres un afamado centro textil. Los talleres, en los sótanos de las casas, abren sus puertas arqueadas al río dejando pasar el agua necesaria para su labor.
Por el citado Quai des Jacobins fuimos a toparnos con el Palacio Episcopal, construido junto a la torre románica de St.-Benoît, único resto que se conserva de la antigua abadía, y que hoy alberga al ayuntamiento de la ciudad y el Museo de Goya. Pero si algo nos sorprendió fueron los jardines del palacio. Construidos por el arquitecto Le Nôtre, el mismo que realizó los jardines de Versalles, constituyen una extraordinaria muestra de los jardines con parterres franceses.
Para el visitante español es llamativo que en un pueblo de poco más de 50.000 habitantes, al pie de la Montaña Negra, pueda encontrarse un museo dedicado a los grandes maestros españoles como es el Museo de Goya. Su historia parte de que un pintor de Castres, que estudió y residió en Barcelona y que era un gran admirador y coleccionista de los maestros españoles, llamado Marcel Briguiboul que, por cierto, está representado en el Museo del Prado, donó tres obras de Goya al museo de la ciudad, lo que determinó que el museo se especializase en la pintura española. Posteriormente, el Museo del Louvre cedió obras de Velázquez y Murillo con lo que la colección comenzó a crecer de forma que en la actualidad están representados en el museo artistas como, aparte de los mencionados, Zurbarán, Ribera, Alonso Cano, Sorolla, Muñoz Degrain y otros muchos incluido Picasso.
De las obras que contiene el museo destacan un Autorretrato, el Retrato de Francisco del Mazo y un interesante lienzo denominado La junta de la Compañía de Filipinas del gran maestro aragonés Francisco de Goya. De él contiene también las colecciones de grabados de Los caprichos, Los proverbios y La tauromaquia. También son de destacar una Virgen de Murillo y un retrato de Velázquez cedidos por el Museo del Louvre.
Al salir del museo, a media tarde, y cuando nos disponíamos a visitar la catedral barroca de St-Benôit, Castres se llenó de armoniosos repiques de campanas. Tocaban una melodía que, aún siendo conocida, no supimos identificar. Provenía de la torre románica adjunta al Palacio Episcopal. Su carrillón consta de 33 campanas, denominadas de Notre-Dame de la Plata, que dan el concierto diariamente haciendo las delicias de residentes y forasteros.
Nada nos dijo la imponente catedral barroca de St-Benôit, como tampoco nos causó interés el teatro de la ciudad, aunque sí pudimos contemplar las fachadas de algunas villas muy interesantes de los siglos XVI y XVII, como la Viviés Hall que alberga el Centro de Arte Contemporáneo y la Nayrac Hall que muestra su inspiración en la arquitectura típica de Toulouse.
Acabada nuestra tarea de turistas nos dispusimos a descansar cenando en un buen restaurante. No faltó el foi en nuestra cena ni un buen vino del Languedoc. Tampoco faltó una cuenta ligeramente abultada. A la vista de los números pensé que no era un restaurante para recomendar a los amigos, viniéndome a la memoria que fue precisamente un languedocienne, que murió en Castres, quién expuso la teoría de los “números amigos”. Se llamó Pierre Fermat y, junto a Descartes, fue uno de los más importantes matemáticos del siglo XVII. La verdad es que Fermat, aparte de por descubrir el cálculo diferencial y formular, junto a Pascal, el cálculo de probabilidades, fue famoso por el rompecabezas del denominado “último teorema de Fermat”, que tuvo en vilo durante más de tres siglos a todos los matemáticos del mundo. Y todo porque al muy cachondo no se le ocurrió otra cosa que decir que lo había demostrado pero que su formulación era tan larga que no cabía en el margen de su cuaderno.
Curiosamente acabamos el día y nuestra visita habiendo constatado que en Castres, en pleno epicentro del movimiento cátaro, nada, absolutamente nada, nos había recordado a la atroz cruzada albigense.
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