Por el País de los Cátaros VII: La conquista del vizcondado
El jardín de los monos
Los cruzados, en muchas ocasiones, se fueron encontrando con ciudades cuya población había huido, a veces con otras que se entregaban sin resistencia y algunas, las menos, que resistían y se oponían a su avance
Por el País de los Cátaros IV: Castres
Málaga/EN la ruta que va de Carcassonne a Albi, pasando por Castres, hay un desvío que lleva hasta Lastours (Las Torres, en castellano). Es un pueblo cuyo nombre proviene de aquel por el que fueron conocidos los castillos de los señores de las tierras altas, aquellos que opusieron feroz resistencia a Simón de Monfort en su lucha por la conquista efectiva del Vizcondado de Carcassonne, Albi y Béziers. Así pues, “Las torres” se refiere a los tres castillos donde se refugiaron los cátaros que huyeron de las tierras bajas y cuyos señores les acogieron y defendieron de las atrocidades que venían cometiendo los cruzados católicos.
Elevados sobre unas montañas rocosas que dominan el curso del río Orbiel, están los castillos de Suredespine, Quertinheux y Cabaret. Acabada la cruzada el rey de Francia los reconstruyó y le añadió otra torre que es la Tour Regine. Hoy pueden verse en el término municipal de Lastours los cuatro castillos citados, lugar declarado Monumento histórico desde 1905.
El más famoso de ellos fue el de Cabaret, meca de trovadores, poetas, cortesanos y nobles. Fue, en definitiva, el santuario del amor cortés, o lo que los franceses denominan como el fin’amoure. ¡Ojo! El nombre del castillo nada tiene que ver con el origen del término cabaret como sala de fiesta; éste proviene de la palabra francesa cabaré que significaba originalmente taberna y que se expandió internacionalmente dando nombre a las salas nocturnas de alterne con música, danza y otras atracciones.
Pierre-Roger, señor de Cabaret, fue aquél que estuvo junto a Raymónd Roger Trencavel en la defensa de Carcassonne. Y de Cabaret fue también la más famosa cortesana del Languedoc, Etiennette de Pennautier, conocida como La Loba. De belleza sin igual, estaba casada con Jordán de Cabaret, hermano de Pierre Roger y a cortejarla acudía la flor y nata de la nobleza del Languedoc. Entre sus enamorados se encontraban el cátaro Bertrend, señor de Saissac y tutor del joven Trencavel, y Raimond Roger, conde de Foix. Tal fue su seducción que La Loba se convirtió en la musa de los cantos del más famoso trovador de la época, Peire Vidal.
Después de la toma de Carcassonne y la rendición de todos los señores feudales de las tierras bajas, Simón de Monfort continuó con su conquista poniendo el foco en las tierras altas del Vizcondado. Las represalias del normando superaron las más crueles hazañas que se puedan imaginar. Tomó, al poco de ponerle asedio, la pequeña ciudad de Bram que curiosamente, aún en la actualidad, conserva su estructura medieval de castro, esto es, un urbanismo desarrollado, desde su fundación en el siglo XI, en base a círculos concéntricos en torno a la iglesia y el castillo. Unos días después de dicha toma, apareció a las puertas del castillo de Cabaret una lastimosa procesión de hombres cogidos de la mano. Pierre-Roger y su corte no daban crédito al aterrador espectáculo que estaban presenciando: A todos les habían mutilado vaciándole los ojos menos al guía, a éste le habían dejado tuerto para que pudiese conducirlos hasta Cabaret. El espanto se apoderó de los cabaretois que los acogieron y cuidaron.
Pero tal barbaridad no surtió el efecto deseado. Tanto a los cátaros como a sus simpatizantes de Cabaret, la reacción que les produjo tamaña salvajada fue la contraria. Esa inhumana acción les convenció aún más de que los cruzados católicos eran seguidores del dios del mal. Por ello se reafirmaron en su fe y tomaron más decididamente la defensa de su creencia, si bien es cierto que muchos huyeron a tierras más favorables fuera del alcance de las atrocidades de Simón de Monfort.
El normando, VI Conde de Leicester, en esos momentos no perseguía otra cosa que hacerse con el mando real en todas las tierras del Vizcondado, o sea que para él no era tanto perseguir cátaros para acabar con la herejía como hacerse con el control de su feudo. Pero el respaldo de la Iglesia se sustentaba en la guerra de religión, por ello todos aquellos señores feudales que daban cobijo a los herejes, y que además eran simpatizantes de su credo, se convertían en enemigos a batir a lo que, en este caso, se le añadía el que no aceptaban de hecho rendir vasallaje al nuevo señor. Por tanto el conflicto se generalizó y se sucedieron las conquistas. Mientras la mayoría de herejes y simpatizantes se refugiaban en Toulouse, Foix o Montsegur, el nuevo vizconde siguió tomando por las buenas o por las malas las ciudades y castillos de las tierras altas que estaban dentro de su demarcación vizcondal.
Muchos señores feudales aceptaron ser vasallos del norteño franco-inglés, pero algunos se resistieron heroicamente. Y bien que lo pagaron. Uno de ellos fue Guillaume de Minerve. La pequeña ciudad medieval de Minerve, situada en la meseta denominada Minervois, estaba defendida naturalmente por los escarpados farallones de piedra de las gargantas formadas por los cauces de los ríos Cesse y Brian. Para los cátaros eran inexpugnables y, por tanto, un seguro refugio. Pero no fue así. Simón de Monfort acabó con ellos ¡Y de qué forma! Con la ayuda de los ricos nobles franceses del norte construyó una catapulta de un tamaño colosal a la que bautizaron, supongo que irónicamente, Malvoisine (en castellano Mala vecina). Con su ayuda, lanzando pedruscos descomunales, consiguieron destruir la escalera que, bajando por la garganta hasta el río, servía para abastecer a la ciudadela de agua. Así, Minerve tuvo que rendirse de igual forma que lo hizo Carcassonne: acuciada por la sed.
No fue el de Monfort el que hizo de las suyas en este caso, sino el caudillo eclesiástico Arnaud Amaury. El cisterciense apareció por casualidad cuando Simón de Monfort estaba negociando las capitulaciones. Con gran alivio para Guillaume de Minerve, el nuevo vizconde había aceptado perdonar la vida a todos los habitantes de la ciudad. Pero Amaury intervino poniendo como condición para ello que todos aceptaran a la Iglesia Católica y renunciaran a la doctrina cátara.
Ocurrió que (tal era la fe de los cátaros) cuando los cruzados protestaron porque ese acuerdo no les permitía obtener su botín saqueando la ciudad, ni tampoco matar a los herejes que es a lo que habían ido, Arnaud Amaury les contestó que no tenían que preocuparse, que presentía que pocos se convertirían. Y acertó. Ninguno de los ciento cuarenta cátaros que había en la ciudad renunció al consolament. Prefirieron la muerte. Fueron quemados vivos. Se habían inaugurado las ejecuciones masivas por incineración. Han durado hasta hace bien poco, no hay más que recordar el exterminio de judíos a manos de los nazis.
Hubo otras muchas acciones bélicas en la región. Los cruzados, en muchas ocasiones, se fueron encontrando con ciudades cuya población había huido, a veces con otras que se entregaban sin resistencia y algunas, las menos, que resistían y se oponían a su avance. Eran éstas en las que sus señores feudales habían abrazado o eran simpatizantes de la herejía. Lavour, que se había convertido en uno de los principales refugios de los cátaros, fue una de ellas. La crueldad del de Monfort se vio reflejada en el linchamiento y lapidación de la señora de Lavour, Gerarda de Laurac, viuda de Roger II de Trencavel. Una viuda aparentemente indefensa, pero que estaba apoyada por su hermano Aimery de Montreal que portaba bien las armas. Pero al final, fueron cayendo todas las plazas en manos de Simón de Monfort que consolidó así su poder sobre el Vizcondado de Carcassonne, Albi y Béziers.
Mientras tanto los demás nobles occitanos, como el conde de Toulouse y el de Foix, o el mismísimo rey de Aragón, Pedro II, no estaban quietos, pero tampoco se atrevían a enfrentarse abiertamente con la todopoderosa Roma que, al fin y al cabo, tenía un arma temible para éstos hombres medievales: la excomunión.
Puede que ésta no les importase mucho a los nobles del Languedoc, pero hay que tener en cuenta que el Papa Inocencio III había conseguido imponer en toda Europa una teocracia que manejaba con destreza y autoridad. Religión e intereses políticos iban de la mano. La excomunión, o la simple sospecha de amparar a herejes, podía suponer que otros señores más poderosos tuviesen vía libre para desposeer de sus tierras al anatema.
Por ello, el conde Raimundo de Toulousse sabía, más que sospechaba, que una vez conquistadas las tierras de los Trencavel, las miradas se iban a volver hacia sus posesiones. Raimundo VI de Toulouse, que fue un poeta y sibarita que extendió la libertad en todo el territorio comunal, ya había sido excomulgado varias veces y no parecía que le hubiese importado un bledo. En realidad fue excomulgado tres veces. La última excomunión le vino del Concilio de Letrán, en 1215, donde se dilucidaba lo que iba a suceder con sus posesiones. En todo caso, en su intento de evitar lo que finalmente ocurrió, hubo de pasar por situaciones humillantes, sufrir penitencias públicas y simular obediencia a la Iglesia en varias ocasiones.
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