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Todos los pueblos con sus calles y sus edificios, así como los paisajes que nos iban saliendo al encuentro, parecían sacados de los capítulos de la historia de esa Baja Edad Media que despertaba en los albores del milenio. En un mundo en el que, entre cruzadas y peregrinaciones, unas para reconquistar lugares sagrados y otras para expiar los pecados, todo estaba impregnado de un ambiente religioso oscuro, lleno de misterio y dentro de un contexto más bien tenebroso. Sólo el canto a la belleza y a la luz que trajo el altivo, elegante y florido gótico, suavizaba la congoja que en el alma producía la contemplación del austero y sobrecogedor románico.
La religiosidad era consustancial a la vida del medioevo. La influencia de la Iglesia era enorme. A través de sus clérigos y monjes, fuese cual fuese su jerarquía, armados con un enorme poder político y económico, con la cultura en sus manos y el dominio del conocimiento, controlaba a toda la sociedad medieval. Pero, sobre todo, ese control estaba basado fundamentalmente en la autoridad espiritual que ejercía sobre una población atemorizada por la condena eterna de sus almas en el reino de los infiernos, ya que sólo ellos, clérigos de la Iglesia y, por tanto, representantes de Cristo en la Tierra, podían redimir y abrir las puertas del Cielo.
¿Cómo reaccionarían aquellos peregrinos al llegar a uno de esos templos románicos que abundan en el Camino de Santiago? Templos decorados con capiteles tallados con extraños demonios, dragones, figuras zoomorfas en actitudes obscenas, llenos de misterios y mensajes infernales, a la par que de alegorías sobre el Evangelio. Todo era un escenario, un montaje para mantener a la población sujeta a la órbita de la Iglesia. El temor y el misterio tienen un gran efecto sobre el pueblo inculto y deja el poder en manos de los iniciados, esto es, del clero.
Durante toda la Edad Media, y yo diría que casi hasta anteayer, el poder eclesial fue enorme en toda Europa. La Iglesia, como tal, se conformó a partir de la decadencia del Imperio Romano, en el llamado Bajo Imperio, cuando fue adoptado el cristianismo como religión estatal con el emperador Constantino I. A finales del primer milenio toda Europa, prácticamente desde Rusia hasta la mitad norte de España, era cristiana. Así que, poco a poco, su poder terrenal, en lo político y lo económico, fue acrecentándose exponencialmente.
Ese poder lo adquiere por dos vías. Una porque hábilmente plantea que si el poder le viene a los emperadores de Dios, y a Dios lo representa el Papa, éste no puede ser vasallo de aquél y, por tanto, ha de tener su propio reino terrenal. Y la otra vía por la que obtiene el poder es porque muchos cristianos se retiraron de las aglomeraciones buscando lugares donde dedicarse a la contemplación y la oración. Poco a poco fueron creciendo en número y nacieron los monasterios y las órdenes monacales. Con el feudalismo éstas adquirieron ventajas en las tierras que cultivaban y se fueron enriqueciendo de tal forma que los laicos terminaron trabajando para ellos. Así la Iglesia dominó grandes territorios y tuvo controlados los campos y las aldeas.
Esa situación de acumulación de poder por la Iglesia le conllevó litigios importantes con reyes y señores feudales. Litigios que se agravaron especialmente a partir del siglo XI y que tuvieron mucho que ver en la formación de los Estados europeos. No podemos obviar que en los siglos X y XI, el solio pontificio estuvo en manos de granujas y de gente con nula formación. De ahí derivó una Iglesia con un clero corrompido, en la que la simonía, el amancebamiento y la práctica de todos los pecados capitales estaban a la orden del día.
Es en el siglo XII cuando el Papa Gregorio VII, un monje cluniacense, comienza su reforma, a la que se le dio el nombre de “gregoriana”. En ella se establece la supremacía del poder espiritual sobre el terrenal a la vez que inicia el saneamiento integral del clero. Es en esta época cuando nacen muchas de las órdenes religiosas. Algunas de ellas, jugaron un papel estelar en la cruzada contra los cátaros.
Las llamadas órdenes mendicantes, tienen su origen en la misma causa que las herejías de la época que no es otra que la anómala situación comentada. De hecho algunas fueron en sus inicios sospechosas de ser apóstatas. Muchas deben su nacimiento a eremitas como San Benito de Nursia que, en el siglo V, creó la Orden Benedictina. A San Benito siempre se le ha considerado como el padre de la vida monástica en Europa. Su orden, tras la reforma sufrida en el siglo X que dio lugar a la Orden de Cluny en Francia, llegó a ser la orden religiosa más importante de la Edad Media con monasterios por toda Europa.
También de una reforma de la regla benedictina proviene la Orden del Cister que tuvo en su primer abad, aunque no fue fundador, al cisterciense más importante e influyente en la cruzada cátara: Bernardo de Claraval. En realidad, la orden la fundó Robert du Molesmes en Francia, en el siglo XII, y la abadía se construyó muy cerca de Dijon. Sin embargo, Bernardo fue el hombre más relevante de la Orden y el primero que alertó, basado en su enorme correspondencia con obispos y hasta con el Papa, de la progresión de las herejías cátara y valdense en el sur de Francia. Recorrió el Languedoc predicando en su contra con cierto éxito, pero se apercibió de que en muchas ciudades los herejes estaban bien considerados y aún protegidos y ayudados por las propias autoridades civiles. Más aún, advirtió de que algunos señores feudales de la zona eran afines a la herejía.
Pero no fue precisamente la predicación con lo único que se combatió a las herejías, especialmente a la cátara. Al final fueron las armas y una invención de la Iglesia que causó terror hasta bien entrado el siglo XIX: la Inquisición. Por otra parte, no podemos olvidar que en esta época también nacieron las órdenes militares. Producto de un sincretismo entre la profesión religiosa y la de las armas, nacieron como consecuencia de las Cruzadas. Aunque la Iglesia, en teoría, no estaba a favor del uso de las armas, cambió de parecer cuando la Tierra Santa pasó a manos de los otomanos.
La misión de estas órdenes religiosas armadas fue la de defender y auxiliar a los cristianos que iban en peregrinación a los santos lugares. Las constituían monjes que, a su vez, eran soldados o caballeros. Nacieron muchas, pero algunas de las más importantes, que nacieron en el siglo XII, fueron la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén” la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén, la Soberana Orden Militar de Malta y la Orden del Temple. Muchas se dividieron y algunas permanecen en la actualidad, aunque a sus miembros no los veamos por las calles con capa y espada.
En cualquier caso, en la época en la que las herejías nacían como setas por toda Europa, las órdenes que tomaron una especial importancia fueron, sin duda, las mendicantes. Las órdenes mendicantes nacieron dentro del espíritu de reformas que se estaba dando en aquellos momentos en la Iglesia. Fue la respuesta a la complacencia espiritual de los monasterios y el intento de retomar el primitivo cristianismo. Su máxima fundamental fue la práctica de la más absoluta pobreza, el alejamiento de todo lo material y la vida en la sociedad, entre los demás. En definitiva, fue la misma reacción que tuvieron los herejes pero dentro de la ortodoxia eclesial.
La herejía cátara nace en el siglo XI, pero en el XII, surgen una serie de herejías de lo más variopinto. Las más importantes, que se extendieron por paises de Europa fueron: Los hermanos del Libre Espíritu (begardos, picardos o turlupines, según el país) que fue un grupo religioso de carácter profano y lujurioso; los Fraticelli, que nacen de los franciscanos espirituales y se rebelaron contra las disposiciones del Papa Juan XXII respecto de la “pobreza franciscana”; los Joaquinitas (de Joaquín de Fiore), movimiento heterodoxo que proponía una reinterpretación del Evangelio para seguir el que llamaban Evangelio eterno y los Valdenses que eran (y son) un movimiento ascético dentro del catolicismo.
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