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Málaga/DESDE Conques, por carreteritas comarcales encajadas entre los exuberantes bosques de alisos y fresnos que brotan a orillas del Lot, llegamos a la pequeña ciudad de Figeac. Apacible y bonita aldea que no tendrá más de una decena de miles de habitantes y que conserva numerosos y atractivos edificios medievales. Atravesamos, por un modesto pero interesante puente viejo de piedra, el río Célé que navega por su centro y llegamos a una sorprendente plaza pavimentada con una inmensa losa de granito negro con jeroglíficos egipcios. Resultó ser una reproducción de la Piedra Roseta realizada en homenaje a Champollión que nació en Figeac en 1790. La plaza está enmarcada por fachadas de edificios góticos y es conocida como la Plaza de las Escrituras.
Son numerosos los edificios que se pueden encontrar de los s. XIII-XIV, que eran las casas de los comerciantes en la Edad Media y especialmente la Plaza de Champollión posee un denso aroma gótico. El pueblo goza de un espléndido ambiente de bares con terrazas muy agradables, por lo que nos sentimos obligados a sentarnos en una de ellas a tomar un riquísimo café. El magnífico día, con una temperatura benefactora y un azul de cielo tan puro e intenso, invitaba inexcusablemente a ello. La terraza estaba en la plaza del mercado. Un mercado medieval cubierto e increíblemente alegre por su colorido. Satisfecho el antojo, nos dirigimos al Museo Arqueológico instalado en un edificio del s. XII, denominado Hotel Monnaie, con una fachada exquisita, porticada con arcos ojivales, y con un frontispicio de cuatro ventanas ajimezadas.
Continuamos por carreteras comarcales hacia el sur buscando la ciudad de Villafranche de Rouergue. Esta ciudad es una bastida real, o lo que es lo mismo, una ciudad comercial fortificada al amparo de la corona y construida bajo sus auspicios. En la época de la cruzada se denominaba Le Peyrade. En 1252, sobre este pueblo, fundó una nueva ciudad el Conde consorte de Toulouse, casado con la hija de Raimundo VII y heredera del Condado. El tal Alfonso de Portier era hermano del rey santo Luis IX. La ciudad fue amurallada y planeada rectangularmente a orillas del río Aveyron. En la actualidad es un pueblo que no sobrepasa los quince mil habitantes y que conserva su sabor medieval.
Entramos en Villafranche por su parte norte y por la Rue Durand de Montiauzeur llegamos hasta la Plaza de Notre-Dame que, como en tantas otras que habíamos visto en este maravilloso Languedoc, nos sorprendió con sus antiguos edificios porticados con arcos totalmente distintos entre sí y fachadas con ventanales góticos de distintos órdenes y, en uno de sus lados, la impactante portada de la gótica Notre-Dame. Nos pareció impactante porque es una torre maciza cuyo frente tiene tres lados convexos, los dos laterales lo forman unos enormes contrafuertes y el centro es una altísima puerta ojivada en su parte superior que da entrada a un pórtico abovedado con nervaduras. Este pórtico está abierto por sus lados de misma forma, de tal manera que se integra, aunque muy sobresalientemente, en los soportales de la plaza. Dentro del pórtico nos encontramos con otra bella portada gótica que da entrada a la catedral, cuyo interior, de una sola nave con crucero, está flanqueado por capillas laterales y posee un coro del que destaca una notable sillería del siglo XV. En un rincón se encuentra una pila bautismal de la misma época protegida por una interesante rejería.
La plaza era una explosión de vida y color. Un mercado de verduras ocupaba el espacio mientras que centenares de personas, muchas de ellas turistas, iban de uno a otro puesto sopesando sus compras. Muy cerca, en otra plaza más abierta, nos encontramos con un mercadillo de antigüedades en el que no escapamos de adquirir algunas piezas como recuerdo. Sin salir del centro antiguo nos dirigimos a la Chapéllé des Pénitents Noirs. Fuimos de tal forma que nos la encontramos a nuestros pies. Su cubierta nos pareció de pizarra negra y, de haber sido dorada, más nos hubiese parecido una pagoda. Del tejado rectangular, a dos aguas con mucha inclinación, se elevaba una no muy alta torre con balcones de madera con una cubierta octogonal acampanada y, en su centro, nacía otra igual pero más pequeña, como un higo chumbo nacido en otro higo chumbo; y adosada al edificio se elevaba una curiosa torre ancha y achaparrada con ventanas en arcos, cubierta cónica y una altura que no sobrepasaba la del tejado del edificio.
Ya en el interior pudimos contemplar sus techos totalmente decorados con escenas religiosas, un hermoso altar de talla de madera policromada y, en el centro, la cruz que se le apareció al emperador Constantino. Verdaderamente lúgubre, esta capilla construida en el siglo XVII era el oratorio de los llamados “penitentes negros” que se encargaban de cuidar a los enfermos y enterrar a los muertos que, no se por qué, me da que resultaban ser la mayoría de los enfermos que cuidaban.
Al sur, donde se encuentra el río, se conserva un bonito puente medieval, apuntado con arcos de bóveda de cañón. Más hacia el sur se encuentra la Cartuja de St-Sauveu. En ella, nada más entrar, nos encontramos con un destacable pórtico gótico flamígero que da paso a la Grand-Choapéllé. Desde ella accedimos a la sala capitular y a dos claustros, uno pequeño excepcionalmente bonito y otro más grande que mantienen el estilo gótico flamígero propio del s. XV en la que fue construida.
Como es costumbre y la necesidad obliga diariamente, aprovechamos para hacer el preceptivo almuerzo que, por estar donde estábamos, esto es, en el Périgord, incluyó, como muchos días del viaje, un extraordinario foi y otras viandas propias de la región. Y, como tampoco andábamos -relativamente- muy lejos de la zona de Armagnac, acompañé mi, absolutamente imprescindible, café con una copa del maravilloso licor de la misma denominación que, para quien no lo conozca, he de decirle que, a mi gusto, me parece más exquisito que el conocido coñac francés o el brandy español.
Siguiendo nuestra ruta nos encontramos con el pueblecito de St-Cirq-Lapopie. Puede que alguien volara sobre el nido del águila, pero si alguien lo hizo se percataría de que el nido del águila era St-Cirq-Lapopie. Como una nube encima del Lot, éste maravilloso y escarpado pueblo de calles antiguas, es de una belleza sin par. No es extraño que Charles de Gaulle dijese que era el pueblo más bello de Francia aunque, a decir verdad, puede que el general presidente de la República exagerase un poquito dada la abundancia de encantadores pueblos que tiene nuestro vecino país.
No desaprovechamos la ocasión de acercarnos a Cabrerets, en el que se conservan los restos de uno de los castillos medievales más evocadores. Pero realmente lo que fuimos a visitar fue la cueva prehistórica de Pech-Merle. Sus pinturas en negro y rojo son realmente impresionantes. Es, sin duda, uno de los santuarios del arte paleolítico que, por otra parte, abundan en ésta zona del Midi-Pyrenées.
Continuamos nuestra ruta hasta la cercana, casi contigua, ciudad de Cahors. Seguramente, algún mitológico gigante se entretuvo tirando piedras al Lot y una de ellas, de enorme tamaño, ocasionó que el río tuviese que rodearla para seguir su curso formando así un istmo. En su centro, en todo lo alto del enorme peñasco nació ésta bella ciudad. Seguramente también, los celtas, que gustaban de tener buenas vistas, lo eligieron para asentarse. No la pasaron por alto los romanos que la convirtieron en la ciudad de Divona y, de ahí en adelante, visigodos, moros y tolosanos disfrutaron de su privilegiada situación, hasta el punto de que, por ser el río una excelente vía de comunicación, se convirtió en un importante centro comercial y financiero en la Edad Media.
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