Opinión
Carlos Navarro Antolín
El Rey brilla al defender lo obvio
Vayamos al grano: Paul Newman entró en el cine por la cara. Esa sonrisa dentífrica ajena a cualquier conato de caries, ese perfil pétreo que alguien comparó al de una deidad griega, esos ojos que más azules no cabe imaginarlos... De nada sirve andarse con rodeos: Paul Newman entró en el mundillo por la cara. Pero no se contentó con esto; ahí el mérito. Él siempre quiso ser actor. De ser posible, un buen actor. Y a conseguir su propósito consagró toda su carrera -no todo su cine-, medio siglo, se dice pronto, de reinado en la gran pantalla. Según su biógrafo, Shawn Levy: "Newman poseía una disciplina interior que lo llevaba a exigirse más a sí mismo", continuamente. Y la diosa Fortuna, que siempre fue muy generosa con él, premió tales esfuerzos. Con una percha como la suya, lo que sorprende es que no debutara hasta cumplidos los treinta -había nacido el 26 de enero de 1925-, pero así fue.
Después del preceptivo meritoriaje en los escenarios y de algunos escarceos en televisión, Newman saltó al cine aprovechando la brecha abierta por Marlon Brando, James Dean y otros intérpretes de la camada del Actors Studio. De hecho, Newman nunca ocultó su admiración por el primero; hubiera sido absurdo negarlo: sus primeros trabajos acumulan un sinfín de tics extraídos de esa manera de interpretar, entre el cálculo y el instinto, que Brando llevó a sus más altas cotas en aquellos años. Newman no tuvo que vérselas con éste, pero sí, de manera esquinada, con James Dean, el otro referente en sus inicios. Paul Newman hizo pruebas de casting para Al este de Edén (1955), cuyos papeles protagonistas irían a manos de Dean y Richard Davalos. Habría sido un debut por todo lo alto, pero debió contentarse con un acartonado relato bíblico, El cáliz de plata (1955), olvidado hoy por casi todos. En su crítica del filme, The New Yorker fue demoledor: "[Newman] Recita sus diálogos con el fervor y la emoción de un conductor de autobús anunciando las paradas". En su descargo diremos que éste hizo lo que buenamente pudo con un personaje que no había por donde cogerlo: el herrero que forjó, por inspiración divina, el cáliz de Cristo.
La muerte de James Dean, en septiembre de ese año, hizo que se desviaran hacia él varios proyectos ideados para el malogrado actor. El éxito le sobrevino con el primero de ellos, Marcado por el odio (1956), en donde encarnaba al boxeador Rocky Graziano, y esos azulísimos ojos, esos ojos que más azules no cabe imaginarlos, empezaron a prodigarse dentro y fuera de la pantalla. Paul Newman habría podido perfectamente vivir del cuento, de poner la cara, pero insistimos: quería ser actor. Más aún, un buen actor. Algunas elecciones no carecieron de riesgo, sino de singularidad. Interpretó a Graziano o al equívoco Brick, que no quiere irse a la cama con su esposa, la incendiaria Elizabeth Taylor (en La gata sobre el tejado de zinc, 1958), tal como lo habría hecho un Marlon Brando un pelín menos animal, y acometió el rol de Billy el Niño (en El zurdo, 1958) transformando al pistolero un rebelde sin causa tan del gusto de los adolescentes allá por los 50. La intensidad y la rigidez seguían siendo la nota dominante. No decepcionaba. Tampoco convencía.
No obstante, algo ocurrió en el salto de década -quizás se dijera basta ya de imitar a otros- y cuando aceptó el papel de Eddie Felson, el jugador de billar de El buscavidas (1961), la obra maestra de Robert Rossen, demostró una soltura, un dominio del espacio escénico y una simbiosis con el personaje excepcionales. Shawn Levy establece una equivalencia interesante: Eddie Felson pone en el tapete verde lo que Paul Newman ante las cámaras: una ambición basada en una obcecada capacidad de superación. De manera paulatina, Newman pasó de la interpretación extrovertida, al borde del histrionismo, a una economía expresiva infinitamente más interesante. También Marlon Brando había dado este paso hacia una mayor contención, pero mientras éste incurría en un laconismo afectado, Newman jugó la baza de una sobriedad sobrada de matices que, andando el tiempo, lo acercaría a actores como Henry Fonda, James Stewart o Cary Grant. Y es que, a veces, mirar hacia atrás te permite escoger el mejor camino de delante.
Para evitar el encasillamiento en el papel de galán guapetón, o tal vez porque suelen ser retos más tentadores y dificultosos, Newman siempre estuvo tentado por los personajes negativos. Nunca fueron malvados zarrapastrosos, pero tampoco héroes de una pieza. Dio vida a un gigoló sin escrúpulos en Dulce pájaro de juventud (1962), a un ranchero sin escrúpulos en Hud, el más salvaje entre mil (1963), al héroe grosero de La leyenda del indomable (1967) o al estrambótico comisario Roy Bean en El juez de la horca (1972). Incluso en cometidos tan cómodos como los de Dos hombres y un destino (1969) o El golpe (1973), en los cuales al director le bastaba con que se dejara ver, el actor añadió esa nota cínica que daba entidad al personaje. Y cuando tuvo ocasión, supo reírse de sí mismo. En Búfalo Bill y los indios (1976) incorporó al legendario personaje haciendo de éste un mequetrefe presumido, sin importarle las burlonas similitudes que Robert Altman tendía entre Búfalo Bill y él mismo.
Hay un momento en que estos animales de la interpretación dejan de ser actores para convertirse en presencias. Tienen tanta experiencia acumulada, tantos metros de película a sus espaldas, y son tan reconocibles para el espectador que basta su sola figura para hacer verosímil cualquier papel. Aunque su empeño no decayera, Newman acabó siendo eso, una presencia, en los últimos años de su carrera. Le fue dado envejecer con dignidad, sin más achaques que los previsibles, pero supo hacerlo además con elegancia (en esto venció por puntos a Marlon Brando; Newman nunca devino una caricatura de sí mismo). Su última aparición en la pantalla fue en la estimable Camino de perdición (2002); luego puso voz a uno de los personajes de Cars (2006). Desapareció discretamente el 26 de septiembre de 2008 y, nada más conocer su muerte, caímos en la cuenta de que, poco a poco, había sabido ganarse nuestro respeto, además de la admiración de muchos. En su biografía, Shawn Levy hace un comentario sobre Paul Newman -el hombre, no el actor- que podría servir de epitafio: "Tenía el mundo a sus pies para reclamarle lo que quisiera, y sólo le pidió lo que razonablemente creyó que éste le debía"
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