Pequeño (y ruidoso) circo
El periodista barcelonés Nando Cruz se empeña en 'Pequeño circo' en la titánica tarea de narrar por boca de sus protagonistas las grandezas y miserias del pop 'indie' español de los 90
¿Cuándo sustituye el término indie al más cercano independiente en la escena pop nacional? No sucede de la noche a la mañana: el proceso se alarga desde los últimos años 80 hasta bien entrados los 90 y, en su progresiva implantación, arrastra una carga de contraposición a lo anterior que no sólo parece hacer del indie un género musical en sí mismo -nada más lejos de la realidad-, sino que además distancia el propio significado del término de aquél que pudiera tener en origen. Y no sólo muta la acepción, claro, con ella también toda su carga simbólica y práctica.
La adulteración semántica continuará y llegará incluso hasta estos días, en los que con similar entusiasmo unos se cuelgan una etiqueta que hace ya tiempo dejó de decir algo -¿qué tienen hoy de indies los grupos, sellos, publicaciones y festivales que se definen como tales?- y otros se embarcan en un ejercicio de revisionismo tan lastrado por la mala conciencia -la da haber dado en su momento bola acrítica a todo aquello- que, aparentemente, les impide un análisis riguroso y con intención objetiva.
A Pequeño circo. Historia oral del indie en España, el monumental trabajo que ahora firma Nando Cruz (Barcelona, 1968), se le puede objetar en ocasiones una molesta ausencia de contextualización que dejará al lector interesado, pero no iniciado, con la sensación de no entender demasiado bien qué ocurre aquí. Aunque, al mismo tiempo, es precisamente esa naturaleza de relato oral y coral de los propios protagonistas -son incontables las voces que desfilan por las más de 900 páginas- la que esquiva con acierto el riesgo de demolición indiscriminada, tan injusta como innecesaria (al menos, claro, para quienes no pretendan construir hoy un nuevo discurso a la medida y a la contra).
Curtido en la prensa generalista y especializada desde comienzos de los 90, Cruz, a quien ya debíamos otro libro modélico -Una semana en el motor de un autobús (La historia del disco que casi acaba con Los Planetas), Lengua de Trapo, 2011-, no oculta un posicionamiento crítico sobrevenido -implícito en los temas tratados, en las invisibles preguntas lanzadas, en las miserias resaltadas y las carencias observadas, en la estructura misma de la obra-, pero no carga las tintas, deja hablar -de eso se trata- y retratarse a cada cual tal cual se exponga.
El circo, no podía ser de otra manera, planta su pequeña carpa sobre el terreno que otros han allanado. Son ésos quizás los grandes damnificados de esta historia, enormes bandas de rock en tierra de nadie -Los Bichos, Cancer Moon, Surfin' Bichos, Lagartija Nick...- a los que la sobrevaloración crítica (o, insisto, acrítica) posterior y el soberbio sectarismo, cuando no arrogante ignorancia, pretenderá arrojar a un limbo excluyente. No lo conseguirá del todo. Y no sólo porque las más tenaces de aquellas formacione logren repercusión y continuidad, sino porque su influencia -cuando no estética, ética- permanecerá y será reivindicada, más pronto o más tarde, por los jóvenes airados. ¿Serían hoy Los Planetas quienes son sin el concurso inicial de Antonio Arias, referente capital para el pensamiento artístico de J? ¿Qué afinidad intelectual enlazaba al fallecido Josetxo Anitua, de Cancer Moon, con Ibon Errazkin y Teresa Iturrioz, entonces en Le Mans y más tarde en Single? En Pequeño circo hay muchas respuestas, y muchas instructivas lecciones, al respecto.
Estructurado en una doble vertiente cronológica y geográfica, el relato servido por Cruz se explaya en el carácter periférico de aquella explosión sorda, amplificada en tiempo real por canales como Radio 3 y Rockdelux: los grandes polos de creación no están ni en Madrid ni en Barcelona, de donde apenas surgen nombres relevantes, sino en Gijón, Zaragoza, San Sebastián, Palma, Granada o Sevilla. En Madrid están gran parte de los sellos indies -muchos de los cuales no tardarán en entrar en estrategias de colaboración con las multinacionales, la mayoría fallidas en términos comerciales-; en Barcelona, salvando la excepción de la militante y efímera revista madrileña Spiral, está el altavoz de la prensa especializada, el escaparate. Más o menos, vaya, como ahora.
Cada escena local se codifica en claves estilísticas diferentes, aunque más allá del deseo de pertenencia a algo nuevo, distintivo, las identifican y reúnen una reconocible serie de elementos comunes. Surgen al amparo de una emisora de radio, de un bar, de una tienda de discos o ropa, de un fanzine... Son células destinadas a conectarse entre sí con el objetivo de desarrollar un organismo, pero algo falla en ese proceso...
En tiempos particularmente convulsos -los que vivimos hoy- resulta tan fácil como inevitable recriminarle al indie español su desconexión de la política, su alegre despreocupación por la realidad social. Sin embargo, hay que tener en cuenta que ésta no era entonces, ni de lejos, la que ahora padecemos, y que en la medida en que cambia, a peor, la música cambia con ella y refleja el actual estado de cosas. No caben pues demasiadas lamentaciones en este sentido. Quizás tampoco sobre el escaso espíritu colectivo de aquellos grupos, que en el fondo reiteran los mismos patrones de comportamiento -colaboran, sí, hasta que arrancan las rencillas y celos- de sus antecesores en los 80. Aparecen, desde luego, felices excepciones a esa regla -el caso del sevillano Colectivo Karma-, pero no van a más, precisamente, por esos proverbiales motivos.
Aunque no son los únicos, los grupos andaluces marcan otra pauta a tener en cuenta: apuestan mayoritariamente por cantar en español frente a la que se presume otra seña de identidad del movimiento: el inglés (bueno, o casi inglés). ¿Sería posible afirmar que ello permite que dos de las carreras más extensas y reconocidas con origen en el indie español de los 90 sean las de Los Planetas y Sr. Chinarro? Bueno, sería, como mínimo, aventurado: paradójicamente es Dover, cantando en inglés, el grupo de aquel ámbito que logra un éxito comercial sin parangón en una escena ajena a las grandes audiencias.
Al menos, claro, hasta que el entramado de pequeños festivales diseminados por la geografía del país da paso a los eventos multitudinarios -con Benicàssim y Primavera Sound a la cabeza-, catalizadores últimos de la desnaturalización del indie, de su definitiva conversión en ruidoso circo mediático en el que la música, al fin, apenas es el ornamento, cuando no la excusa, que permite mantener en pie el negocio.
¿Y aparte, qué queda de todo aquello? Malas prácticas, buenos recuerdos, la misma endeble infraestructura... Pero, sobre todo, un puñado de discos ajenos al paso del tiempo, prestos a ser redescubiertos una y otra vez.
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