Recomponiendo a Filóstrato
Lo importante no es lo que esperamos del arte, sino lo que el arte espera de nosotros: Ivana de Vivanco revisa tradiciones en Isabel Hurley Juan Carlos Robles traslada la mirada a la máquina
DISTINGUIR "la mirada de un loco de la de un enfermo, o la de una persona feliz". En su introducción a Imágenes -el antecedente de las enciclopedias ilustradas para críos; no en vano las explicaciones estaban dirigidas a un mozalbete-, Filóstrato atribuía estas bondades a la pintura. Pintura griega que inspiró unas descripciones en las que el sofista se revelaba como crítico de arte precocísimo (hablamos del siglo III d. C., ¡antes de ayer!). El filósofo ejercitaba lo que Umberto Eco enmarca en la tradición clásica de la écfrasis, o pintura verbal: hermosa denominación para referirse a la palabra que traduce lo visual. Los cuadros descritos por el sofista eran representaciones mitológicas, de las que elogiaba la simetría -medio para llegar a la proporción- que en primera instancia era de origen divino, y en última, de las Horas o divinidades femeninas que pintaban los fenómenos celestes. Aquellos que una astrónoma olvidada, Henrietta Swan Leavitt, estudiara con pasión antes de su prematura muerte (para beneficio de sus colegas hombres, que recogieron el testigo y se auparon en el medallero de la ciencia). Mujer como Henrietta, Ivana de Vivanco (Lisboa, 1989), ha viajado en el espacio y en el tiempo para traer al presente la obra clásica de Filóstrato y actualizarla. En el espacio, pues su odisea artística parte de la ciudad de crianza -Santiago de Chile-, pasa por Valparaíso y se asienta en su hogar habitual, Leipzig. Allí despunta como artista invitada en la Hochschule für Grafik und Buchkunst (HGB), en diálogo con la nueva hornada de la Escuela de Leipzig, que sigue trabajando en su búsqueda de nuevas figuraciones. Para las que Ivana se ha desplazado en el tiempo, dieciocho siglos atrás, con el fin de deshacer y rehacer las obras descritas por el griego Filóstrato. El resultado se titula Recomposición y -junto con otros lienzos de la creadora-, puede verse en la la galería Isabel Hurley (Paseo de Reding, 39) hasta el 14 de marzo.
Locos, enfermos o felices, la figuración perpetrada hasta el momento por la pintora se distanciaba en ocasiones de esa distinción a la que aludía Filóstrato. En algunas obras de gran formato -como Estudio de la representación o Retrato familiar, ambas de 2013- había una tendencia a homogeneizar -todas las miradas: infantes ajados, criaturas que parecían sacadas de La parada de los monstruos de Browning, reminiscencias de un Gutiérrez Solana pasado de rosca… Invade al contemplarlas el descreimiento y la perplejidad. Sensaciones que paralizan, paradójicamente, una contemporaneidad con pretensiones de rapidez, de fast-food que devora cualquier cosa -el arte incluido- con la mayor celeridad y banalidad. Las figuras apenas te quitan el ojo de encima, son fuente de tensión (esa que sentimos al sabernos observados).
En la serie dedicada a las descripciones de Filóstrato, Ivana experimenta con el estilo, sí, repintando a Anfión (2012) -en el mito, hermano gemelo de Zeto; reversos ambos de Caín y Abel-, colocándolo en un escenario donde el muro de Tebas se deconstruye en un interior. Continúa con Ariadna (2012), en la que una suerte de Olimpia secundada por su mucama ejerce el contrapeso de un Dioniso empapado en uvas (en este caso, la autora parece identificarse con el abrazo de Teseo, marginando al dios beodo). No podía faltar la referencia al interlocutor del inspirador de la serie: el niño que representa la paideia o instrucción infantil que debe orquestar el milagro de la buena educación (Filóstrato y el niño, 2012). Pero el privilegio espacial, dentro de la propia galería, ha sido concedido naturalmente a Píndaro (2012), tríptico con el que la artista rescata al poeta que fue consuelo del Fray Luis enchironado. Obra coral que remite al verso antiguo, elogio del deportista que no ha perdido su vigencia, más bien al contrario: ahí está la dimensión moral que ofrece la competición, cuando no solamente no se la teme, sino que se la abraza como fuerza para la superación personal. La artista introduce, aquí y en otros cuadros de la serie, elementos muy propios, como esos lucernarios o discretas bombillas colgantes (puede que en un intento de iluminar las estancias domésticas a la que sus congéneres hemos quedado relegadas -casi- desde el principio de los tiempos). Es un cuadro paralizante, por estética y por temática: con esas figuras que parecen sacadas de un recortable, la reivindicación del clásico que nunca muere (impreso en los libros diseminados), la cuestión de la maternidad. La lisboeta recompone, haciendo gala de una humilde y a su vez seductora personalidad pictórica, la pintura verbal del sofista del ayer. En un proyecto artístico que atraviesa lenguajes, y que la conecta -capricho personal-, con una escritora como Clarice Lispector: la belladonna que al escribir trataba de "fotografiar el perfume".
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