Roberto nuestro que estás en el cielo
Roberto González, cantante de Tabletom y una de las figuras más queridas de la cultura en Málaga, falleció ayer en su ciudad a los 60 años · Su legado artístico y su personalidad indómita son el mejor símbolo de su generación
Se dispone uno a escribir un artículo como éste sin saber qué hacer con tantas noches de concierto, con el misterio tan amablemente cercano que desde la adolescencia ha envuelto cada una de las actuaciones de Tabletom a las que he acudido, en la Caseta de la Juventud de la Feria (verdadero templo de los seguidores de la banda, a su pesar y a pesar de que no siempre se contó con el grupo), en el Parque del Oeste y hasta en el Teatro Cervantes. Una llamada de teléfono en la mañana de ayer y sí, era cierto: Roberto González había fallecido horas antes, entre las 3:00 y las 4:00 de la madrugada, en el Hospital Clínico. Las últimas tres semanas habían sido fatales.
Los problemas cardiorrespiratorios se había multiplicado. En algún momento aconteció cierta esperanza, podría salir adelante aunque, decían, en una silla de ruedas y amarrado para siempre a una bombona de oxígeno. Pero tampoco pudo ser. Y todos aquellos recuerdos, solitarios algunos, compartidos los más, se subieron a la espalda como un equipaje incómodo. Escribo estas líneas sin creerlo todavía. Como si me lo estuviera inventado todo. Desde que sigo a Tabletom, desde un lejano primer concierto llevado de la mano de mi hermano mayor, no ha faltado quien me ha dicho a la cara que quién es ese tipo, que quién es ese Roberto, que quiénes son ésos de Tabletom, que qué han hecho ellos por Málaga.
Para empezar, han logrado lo que 30 años (exactamente los que lleva la banda funcionando) de alcaldes y corporaciones democráticas no han conseguido todavía: que quienes nos arrimamos a Roberto y a Tabletom nos queramos un poquito más, también como malagueños, sin envidias, sin rencores, sin compararnos con nadie, admitiendo el desastre con toda la ternura posible. Uno salía de aquellos conciertos después de cantar Málaga y Guadalmedina con la sensación de que a pesar de tanta traición, tanta apuesta inquebrantable contra la belleza, tanta hermosura vendida por un plato de lentejas, merecía la pena seguir siendo de Málaga, porque Málaga encierra muchas cosas bellas, a lo mejor demasiadas, pero silenciadas, tratadas con condescendencia por los mandamases de siempre, como ocurría con Tabletom. Y en esa minoría uno se reconfortaba y se sentía a gusto: soy malagueño, y qué.
Tabletom, ciertamente, nunca fue un grupo de éxito. Y no lo fue a pesar de la bendición de la crítica y de otros muchos grupos y músicos españoles, que supieron ver en los hermanos Pedro y José Ramírez a dos de los instrumentistas más poderosos y abrumadores del panorama nacional, respectivamente en la guitarra y la flauta y el saxo. Roberto González, que se despidió ayer de este mundo con 60 años como 60 soles, constituía el contrapunto perfecto, el duende barroco que alentaba a las musas, un Calibán digno de La tempestad de Shakespeare. Aunque quienes únicamente veían en él al loco pasado de todo se equivocan: González era un cantante de precisión magistral, capaz de meterle mano al blues y al jazz además de al rock y, lo que le hizo merecer un puesto en la Historia, capaz de entonar a Valle-Inclán y Rubén Darío como nadie pudo jamás siquiera haberlo pretendido.
La bohemia incorruptible (o profundamente corrupta) de Roberto fue el principal obstáculo para que Tabletom alcanzara la gloria, de acuerdo; pero también le confirió su originalidad, su singularidad, la virtud que toda experiencia musical debería propiciar: el milagro de lo único.
De Roberto González y Tabletom (cuya formación se fue enriqueciendo a lo largo de los años con incorporaciones tan valiosas como las del flautista Agustín Carrillo y el bajista Carlos Becerra, aunque resulta inolvidable la presencia en las primeras filas, allá a finales de los 70, del saxofonista Javier Denis y del guitarrista José Fernández Lito) queda, además del recuerdo imborrable de la presencia menuda del cantante en el escenario, una discografía tan breve como ecléctica, sacada adelante casi a pellizcos, con no poca dificultad y sin demasiadas ayudas.
El álbum de debut, Mezclalina (RCA, 1980) catapultó a la banda al escaparate del rock andaluz, entonces aún muy en boga antes del definitivo estallido de la movida (la producción de Ricardo Pachón resultó decisiva al respecto), pero ya demostraba que lo de aquel grupo contenía mucho más: los largos desarrollos de los temas contenían mucho de King Crimson y Yes pero también de jazz e incluso de música contemporánea.
La poética, implacable, remitía a un mundo sometido por la violencia y el terror cuya única escapatoria posible consistía en el abandono de la ciudad y el regreso al campo (expresada especialmente en Zero-Zero). Tabletom llevaba por aquellos años esa misma utopía a la práctica: Roberto y los hermanos Ramírez convivían junto a otros músicos y amigos en un cortijo en Campanillas, en plan comuna. Pedro Ramírez rememora a menudo que fue allí donde González le dio a probar su primer tripi mientras escuchaba In the court of the Crimson King. Nada, claro, volvió a ser lo mismo en la música malagueña.
El segundo episodio discográfico de Tabletom felizmente llevado a buen puerto tardó doce años en llegar: Inoxidable (1992) materializó el fichaje a cargo de la discográfico de Mario Pacheco, Nuevos Medios, y contenía los hits más duraderos del grupo: El vampiro, Reggae las macetas, La KGB, Pescaíto frito y, sobre todo, Me estoy quitando, que ya eran muy conocidos entre los seguidores gracias a los conciertos. Los temas, más breves y sobre todo cantables, propiciaron una mayor respuesta comercial aunque la exigencia musical mantuvo sus constantes. Tras la grabación del álbum en directo Vivitos y coleando en 1995, la actividad discográfica de Tabletom se estabilizó dentro de Nuevos Medios con La parte chunga (1998), 7.000 kilos (2000) y el recopilatorio Lo más peor de Tabletom (2004). Después, sin embargo, el grupo decidió recuperar su independencia y romper con la discográfica. Su último trabajo, Sigamos en las nubes (2008), es una absoluta autoproducción (en la que, como ocurriera en Mezclalina, vuelven a predominar los temas largos) grabada en un estudio de Los Montes de Málaga con un Roberto González que, ya fatigado y muy castigado, cede parte del protagonismo de la voz a sus compañeros.
Esta herencia musical y sentimental tuvo ayer su respuesta en las instalaciones de Parcemasa, a donde fue trasladado Roberto González tras su fallecimiento. A las 17:00, la capilla 1 del cementerio acogió un improvisado homenaje al que acudieron unas doscientas personas (con representación de prácticamente todas las bandas de rock de Málaga, incluidas presencias ilustres como la de Javier Ojeda y una de especial significado por su complicidad como la de Kiko Veneno, que decidió trasladarse desde Sevilla nada más enterarse de la noticia). El acto estuvo protagonizado por los hermanos Ramírez, que interpretaron a la flauta y la guitarra clásica un tema que González adoraba especialmente: La danza del fuego fatuo, de Manuel de Falla. Posteriormente se incorporaron el poeta Juan Miguel González, autor de buena parte de las letras del grupo, y el flautista Agustín Carrillo. Juntos interpretaron un Algo así como un tango con el verso recitado, y para terminar todos los presentes corearon Málaga con la indescriptible combinación de alegría y lágrimas que sólo cabe en los corazones limpios: "Málaga, ay Málaga bonita / quién te pudiera coger / en una esquinita". Un Pedro Ramírez emocionado lo expresó a la perfección: "Su desastre le hizo parecer más malagueño". Ahora nace la leyenda de este antiguo empleado de Banesto que se hizo criatura libre. Él es el ángel.
El recuerdo, la historia
El homenaje celebrado ayer en Parcemasa tuvo como colofón la reunión de un buen puñado de músicos que desde finales de los 70 han formado parte de Tabletom (1), aunque la mayor parte del acto quedó sostenido en las manos y los corazones de los hermanos Pedro y José Ramírez (4). La imagen de Roberto González quedará por siempre ligada a ellos, como un trío especial al que bastaba una mera reunión para que la magia hiciera acto de presencia (2, 5 y 8). También quedará Roberto González vinculado a la Caseta de la Juventud de la Feria, donde, salvo algunos años en los que Tabletom no fue invitado, y a pesar de que la banda merecía sin duda un espacio estable mucho más digno, regaló las mejores dosis de su arte (3 y 7). En estos más de 30 años no ha faltado la complicidad de músicos amigos, como Raimundo Amador (9), Kiko Veneno, Robe Iniesta de Extremoduro y Los Delinqüentes. Sirva esta imagen de los comienzos (6) como lumbre para la memoria.
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