Wicked | Crítica
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En el homenaje a su figura celebrado hace dos años en el Corralón de Santa Sofía de El Perchel, dentro de la Bienal de Flamenco de Málaga, Gabriel Campos El Tiriri habló así: "Gracias a Dios, a la Virgen del Carmen y a mi Cautivo, me han hecho muchos homenajes y muchas cosas. Me conocen en Sevilla, en Madrid, en Jerez, en Huelva. A donde voy, todo el mundo me quiere. Será por algo. Pero, por encima de todo, adoro Málaga. Aquí tengo muchos amigos, muchos señoritos que ya han fallecido. Y, por suerte o por desgracia, cuando voy por la calle Larios, la gente dice 'Por ahí va El Tiriri'. Cuando me han hecho homenajes han venido todos los artistas. Camarón vino cinco veces. Por entonces cobraba dos millones, y a mí no me cobró una peseta. Ahora, sólo quiero que Dios me ampare". Era verdad: Camarón de la Isla le quería. Cuando el genio venía a la Gran Taberna Gitana a aprender la forma malagueña de hacer y decir el cante, adoptó enseguida a este gitano menuíllo y tocado por la gracia, que entonces era allí primera figura, como maestro. También los Habichuela le admiraban en Granada, y en el jerezano Barrio de Santiago le tenían por uno de los suyos. Gabriel Campos murió ayer. El próximo 1 de mayo habría cumplido 80 años. Los últimos tiempos se habían mostrado ingratos, a cuenta de la enfermedad que se lo ha terminado llevando, las penurias económicas y los problemas familiares. Antes del citado homenaje, allá por 2009, la Diputación organizó un concierto benéfico con distintos artistas con el fin de extraer fondos para su manutención. Hasta no hace mucho, era habitual encontrarlo en la calle Larios, paseando, saludando a cómplices y amigos y arrimándose a las mesas de Lepanto y Moka para ver si alguien se dejaba caer con una convidá. Ahora, El Tiriri descansa en paz. Y con él, una manera única de entender el flamenco, ligada a una ciudad que ya no existe, la de la Trinidad y El Perchel, la de los corralones, la mecida en el ángel mítico de El Piyayo, la de la combustión espontánea, de la que apenas quedan ya testigos, más allá de Pepito Vargas y La Cañeta. Este mundo ya no era el de El Tiriri. Pero su reino sí seguía siendo de este mundo.
Vino al mundo Gabriel Campos en la calle Zurradores, hijo, sobrino y primo de cantaores y artistas. Se casó con Josefa Reyes Porras, prima hermana de La Repompa. Despuntó en los hoteles de Torremolinos, ya a finales de los años 50, cuando el milagro turístico era aún incipiente, aunque tuvo en El Pimpi su plaza fuerte en la capital. Actuó en Canarias con Pepito Vargas, y en Melilla con El Galleta. La Taberna Flamenca, en la Plaza de las Flores, le propició su consagración; pero fue en la Gran Taberna Gitana donde se convirtió en institución y donde, durante casi diez años, ganó la admiración de los maestros que venían desde toda España a comprobar el portento de la Málaga cantaora. No desdeñaba las fiestas privadas, ni las llamadas de los señoritos, a los que siempre mostró respeto; es más, a menudo afirmó que las prefería. Pero también cantó para Miguel de los Reyes, y de la mano de Alfonso Queipo de Llano actuó en Japón, en Cuba, en tantos lugares. Cuando el esplendor empezó a remitir siguió siendo un habitual en las peñas, en los festivales, en la Feria, en más de una juerga improvisada. Armaba la de Dios por bulerías, claro, pero decía bien la soleá y la seguiriya, y por fandangos nunca se salía de Málaga. Siempre presumía de sus amigos, de Antonio Banderas, de Chiquito. Frente a la rigurosa escuela de Juan Breva, El Tiriri prefería la performance: cantaba y atizaba todos los demonios, sin estarse quieto pero sin desviarse del tono más allá de los estrictamente necesario. Era, en este sentido, la personificación del artista; pero, también, el depositario de una memoria viva, contenida en el cante, que ya se ha perdido también, quién sabe si para siempre. Porque el flamenco, y seguramente gracias a Dios, ya es, sin más remedio, otra cosa.
En declaraciones recogidas por Europa Press, Gonzalo Rojo rememoró ayer que El Tiriri iba siempre con "los zapatos limpios y su camisa de flores". Y el alcalde, Francisco de la Torre, le recordó como "una persona entrañable, muy querida, muy popular y muy presente en la vida en general de Málaga". Vendrán más homenajes, seguro. Pero el olvido no tardará en cumplir lo suyo. Salvo que alguien se dé por aludido.
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