Wagner, el credo y la hucha

El bicentenario del compositor alemán reaviva la polémica en torno a un creador descomunal, que sembró en la música occidental la semilla de una modernidad que estaba por germinar

Richard Wagner (Leipzig, 22 de mayo de 1813 - Venecia, 13 de febrero de 1883).
Pablo J. Vayón

01 de junio 2013 - 05:00

El pasado 22 de mayo se cumplieron los doscientos años del nacimiento de Richard Wagner, figura descomunal y controvertida de la cultura occidental, esencial como compositor y dramaturgo para entender la evolución de las artes escénicas desde 1850, discutible en su faceta de hombre y ensayista. Aun hoy no resulta fácil hallar al individuo y al artista entre la hojarasca formada por las fabulaciones sin cuento del propio Wagner (como las recogidas en Mi vida, relato autobiográfico lleno de mistificaciones), las múltiples hagiografías de su corte de fervorosos admiradores y la gestión de su legado que hizo una familia marcada por los deleznables compromisos políticos y las interminables luchas internas.

Wagner se forjó a sí mismo como músico, pues sus estudios más o menos formales fueron breves y tardíos. Lo movía la pasión por el teatro, que bien pudo heredar de Ludwig Geyer, actor y dramaturgo cuyo apellido llevó unos años, ya que Geyer se convirtió en esposo de su madre al poco de que su padre falleciera. Richard tenía entonces solo seis meses y el episodio le daría para elucubrar en multitud de ocasiones sobre su auténtica filiación, una cuestión que ha sido manoseada para justificar las más variopintas teorías freudianas, alimentadas en buena parte por el origen judío del padrastro.

De personalidad desbordante, egocéntrico y megalómano, nunca tuvo Wagner control ni sobre sus gastos ni sobre su verborragia. Las deudas y la producción de ingentes cantidades de escritos de todo tipo constituyeron parte indisociable de su forma de vida. En junio de 1839 tuvo que huir de Riga, junto a su primera esposa, Minna Planer, acosado por los acreedores. Aquel viaje, que incluyó una peligrosa travesía por el Báltico a bordo de un desvencijado carguero, alimentaría su fantasía para la escritura de El holandés errante, la primera de sus obras verdaderamente influyentes. Se apoyó en colegas a los que después calumnió, como Giacomo Meyerbeer, quien lo ayudó con recomendaciones y dinero cuando, justo después de aquella huida, llegó a París, ciudad que siempre le fue hostil. El pago de Wagner sobrepasó con mucho los límites del rencor personal y se sustanció especialmente en la publicación, primero de forma anónima (1850) y mucho después ya con su firma (1869), de El judaísmo en la música, repugnante panfleto antisemita en el que se atacaba con saña, pero sin nombrarlo, a su benefactor.

Entre finales de 1842 y principios de 1843 logró estrenar con gran éxito en Dresde Rienzi y El holandés errante e inmediatamente obtuvo un cargo en la corte de Sajonia. Dos años después presentó Tannhäuser y su situación pareció estabilizarse y hacerse sólida, pero su oscura participación en los sucesos revolucionarios de 1848 lo llevó al exilio. Es por eso que en 1850 Lohengrin tuvo que estrenarse en Weimar, gracias sobre todo a la ayuda de Liszt, que acabaría convertido a regañadientes en su suegro. Sería la última de sus obras que pueden adscribirse a la tradición de la ópera romántica alemana. La revolución a la que aspiraba la dejó, por supuesto, por escrito: fue en Ópera y drama (1851), donde exponía sus ideas sobre la obra de arte total (la Gesamtkunstwerk), en el fondo, un intento (uno más) de restituir la tragedia griega como gran modelo representativo. De esas ideas derivarían algunas consecuencias notables para la escena, como el continuo fluir musical, que daría el golpe de gracia a la ópera en números cerrados heredada del barroco y el belcantismo, impondría un tipo de canto basado en la declamación y haría de la orquesta un personaje más del drama; el uso del leitmotiv, que Wagner no inventa, pero convierte en parámetro estructural de sus obras; la estrecha alianza entre poesía y música, que lo lleva a escribir todos sus libretos, en los que privilegia la aliteración sobre la rima; en fin, el recurso al mito, que termina por conectar su tarea con la de la Camerata florentina que en el siglo XVI había dado origen al género operístico.

En adelante, sus obras teatrales dejarían de ser óperas en sentido estricto para devenir en dramas musicales. Uno de ellos (Los maestros cantores de Núremberg, estrenado en 1868) ponía, desde la desmesura ultranacionalista, el contrapunto cómico a toda su carrera. Los otros tuvieron efectos demoledores sobre la música de su tiempo. Acerca del primer acorde del Preludio de Tristán e Isolda (1865) se han escrito libros. El cromatismo exacerbado de la partitura no solo sirve a la perfección al clima de exaltación voluptuosa de la obra, sino que supondría el punto de no retorno para la disolución del sistema tonal. Aparte de abundar en todos sus referentes estéticos, la tetralogía de El anillo del nibelungo (estrenada completa en 1876) sirvió para la erección de un nuevo modelo de teatro, el levantado en una colina cercana a la localidad bávara de Bayreuth, concebido como un templo en el que lo único importante era la escena, por eso prescindía de foyer (un pequeño pórtico se le añadiría después), el foso se hundía hasta hacer invisible a la orquesta y las gradas adoptaban forma de anfiteatro, con un banco corrido para el público que no hacía distinciones de rango social. El objetivo era recrear en el creyente la experiencia trascendente de la antigua tragedia griega.

Aquel primer Festival de Bayreuth, al que acudieron reyes y emperadores, fue un éxito artístico, pero un fracaso económico. Una vez más las deudas acosaban al compositor, y esta vez fue el Tesoro bávaro quien salió en su ayuda, lo que facilitaría el estreno de Parsifal en 1882. La obra, que Wagner describió como Un festival escénico sacro, le costó, entre otras cosas, la animadversión de Nietzsche, quien años antes, en El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, lo había invocado como el gran Mesías del arte del futuro. Ahora, esa incitación cristiana y contranatural a la castidad le parecía al filósofo alemán "un atentado contra la moralidad". Incluso en la renegación nietszcheana puede atisbarse el alcance del éxito de la nueva religión: la herejía del autor de Así hablaba Zarathustra solo sirvió para reforzar la unión de los practicantes del culto wagneriano asentado en la colina de Bayreuth. Siglo y medio después, los peregrinos se han convertido además en una fuente irrenunciable de divisas para el Estado Libre de Baviera.

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