Los albores de la literatura fantástica
El Rey Lear recupera el inacabado y muy divertido 'Diccionario de milagros' del portugués Eça de Queiroz
Si Borges consideraba la Summa teologica de Santo Tomás un caso de literatura fantástica superior a H. G. Wells, lo cierto es que la compleja relación simbólica propiciada por la historia de la salvación cristiana ha despertado a lo largo de los siglos, como no podía ser de otra forma, la más febril imaginación entre escritores de toda raza. Desde la epopeya prerrenacentista de La divina comedia de Dante hasta la herejía adopcionista de La última tentación de Kazantzakis, la contradicción que encierra toda confluencia de lo divino y lo humano (que en la mitología griega fue clara como el agua y comenzó a complicarse tras la muerte de Cristo en la cruz) ha tejido y teje una poderosa red en la que lo imposible, precisamente por su condición de artículo de fe, se revela turbador, misterioso, paródico y en no pocas ocasiones divertido. Este fervor visionario, como tan acertadamente señaló Borges, tuvo consecuencias inmediatas en la explosión de la literatura fantástica del siglo XX: sin el pensamiento de San Isidoro, Gregorio Samsa nunca se habría convertido en un insecto, ni Philip K. Dick hubiera recreado el miedo a pertenecer a una naturaleza distinta de la humana (lo que también, ciertamente, puede aplicarse al mismo Cristo). Ahora, la editorial El Rey Lear acaba de recuperar, para felicidad de muchos, uno de los puentes fundamentales entre la tradición cristiana y el devenir literario menos apegado al realismo: el Diccionario de milagros del portugués José Maria Eça de Queiroz (uno de los héroes predilectos, por cierto, de Borges), obra inacabada en la que trabajaba el autor cuando la muerte le sorprendió en París en 1900.
El empeño del creador de El crimen del padre Amaro adquirió rango monumental: una compilación enciclopédica de todos los milagros protagonizados por santos desde los inicios del cristianismo, ordenados alfabéticamente por categorías. El destino, sin embargo, tenía preparada una carta bien distinta y Eça de Queiroz, que en 1863 cubrió como periodista el Canal de Suez y que desarrolló una admirable carrera diplomática antes de sentar las bases de una nueva literatura para un nuevo mundo, falleció en la ciudad del Sena a los 55 años, cuando sólo había tenido oportunidad de completar las entradas correspondientes a la primera letra, la A, y abordar algunos apartados de la segunda, la B. Aquel germen que hoy llega devuelto al lector permite, sin embargo, no sólo comprender el sentido global de la iniciativa, sino también dejarse embriagar por su humor, por el tono cómplice de la ironía. El portugués limita su investigación a las fuentes ortodoxas de la Iglesia Católica pero su recreación, entre la intención y el estilo, alumbra una manera singular y libre de presentar los hechos.
De esta manera, le cabe al lector la fortuna de saber que no fue la gallina de Santo Domingo de la Calzada la única que cantó después de haber sido asada en el fuego; entre los siglos XII y XIV, los santos Aldebrando de Fossombrone y Andrés de Segni también obraron el milagro y devolvieron la vida a las aves que les habían servido en la mesa en pepitoria. En otras ocasiones el milagro es a la inversa y son las aves las que favorecen a los santos: Santa Catalina de Alejandría sobrevivió en la prisión gracias a que fue alimentada por palomas, pero también San Calais, en el siglo IV, encontró un huevo de gorrión en su capa que le sirvió de sustento cierto día de sol que no tenía nada que echarse a la boca. San Cutberto, que evangelizó a los nortumbrios, fue alimentado por un águila tras ser arrastrado por una tempestad, y San Pablo El Anacoreta, que vivió 113 años, recibió el almuerzo diario en boca de un grajo durante 60.
Los ángeles cobran un protagonismo especial. Uno enseñó a san Ambrosio a predicar contra los arrianos, que a punto estuvieron de poner en jaque la doctrina cristiana hasta el Concilio de Nicea, en el año 325. Otra criatura alada, portador también de sabiduría divina, enseñó a San Antón en el mismo siglo a tejer sus esteras de palma con más celeridad para dedicar así más tiempo a la oración y la contemplación.
En plena emulación mesiánica, Santa Teresa de Jesús multiplicó en su convento de Vilanova la poca harina que había para hacer el pan y fueron mayores las sobras. También San Vicente Ferrer multiplicó un único pan y un cuartillo de vino hasta alimentar a más de 6.000 estómagos vacíos. Jesucristo y la Virgen María protagonizan varias apariciones (la Madre de Dios llegó a interceder ante San Alberico para que se cambiara el color del hábito cisterciense). Y el mundo mantuvo la ilusión de creerse parte de algo superior. El éxtasis, que mató a Santa Odilia, nunca fue tan hilarante.
Eça de Queiroz. Traducción y prólogo de Juan Lázaro. Editorial Rey Lear. Madrid, 2011. 200 páginas. 17,95 euros.
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