Alejandro G. J. Peña: “La muerte es una esfera de esferas, la más inabarcable”
Pensamiento
El filósofo malagueño aborda una completa aproximación al ‘finis vitae’ en ‘El arte de vivir la muerte’ (Berenice), arropado por referentes como Schopenhauer, Morin, Lévinas y Canetti
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Málaga/Si, al menos en aras de la convención, corresponde a la filosofía formular las preguntas sin esperar necesariamente las respuestas, tal premisa encuentra su ecosistema natural en la muerte, el secreto al que se siguen dirigiendo las principales inquietudes bajo la convicción, como advirtió Hamlet, de que nunca habrá respuesta del otro lado. Resulta paradójico, sin embargo, el modo en que la filosofía contemporánea ha pasado de puntillas (quizá ni eso) sobre la cuestión, seguramente porque el mundo que compartimos en vida genera ya suficiente estupor y desazón. Atrás quedaron ya aquellas populares criogenizaciones, trasplantes de cerebros y demás soluciones propias de la serie B más ochentera a las que se pretendió aplicar una pátina de veracidad científica con tal de burlar la hora postrera: corresponde hoy a la Inteligencia Artificial la función de contenedor creativo de los conocimientos que seguirá dando respuestas, ella sí, cuando ya no estemos, pero este es ya un cantar bien distinto. Así, la publicación de un ensayo como El arte de vivir la muerte (Berenice), obra del filósofo Alejandro G. J. Peña (Málaga, 1993), constituye una novedad reveladora en la medida en que recuerda que la muerte sigue siendo un objeto de interés para el pensamiento; o, lo que viene a ser lo mismo, que la filosofía sigue estando ahí, donde ha estado siempre, en la proyección de las preguntas menos acomodaticias sobre los acontecimientos que escapan de nuestro control. Precisamente, la ilusión generalizada respecto a la dirección voluntaria de los fenómenos en lo que podemos denominar una verdadera era del control justifica el carácter cojonero, con perdón, de este libro: no, no podemos controlarlo todo ni podemos obtener todas las respuestas, por más que la encantadora IA nos quiera convencer de lo contrario, pero todavía podemos hacer las preguntas pertinentes, que es lo que nos corresponde como seres humanos.
“Concibo, pues, la muerte como una esfera de esferas. En su conjunto y a sensu unico, una esfera de envergadura más inabarcable que titánica que encarcela otras múltiples esferas”, afirma Peña en las páginas introductorias. La muerte representa así para el autor una fuente de conocimiento o, mejor, un itinerario pedagógico en la medida, justamente en que permite realizar las preguntas adecuadas a cada tiempo y extraer saberes universales, esto es, siempre oportunos. A partir de aquí, sin una sistematización pormenorizada, pero con un discurso bien hilado que penetra en la naturaleza de todas estas esferas con tal de ilustrar sobre las distintas expectativas esgrimidas ante la muerte (y sobre qué se puede esperar de ellas), Peña sostiene este discurso de la mano de una amplia nómina de autores que incluye a Schopenhauer, Séneca, Freud, Heidegger, Shakespeare, Byung-Chul Han, Edgar Morin, Elias Canetti, Emmanuel Lévinas, Fernando Pessoa, Julián Marías, Louis-Vincent Thomas, Norbert Elias y Philippe Ariès, entre muchos otros. En virtud de este itinerario, el ensayo aspira a dar cuenta de las distintas perspectivas desde las que la filosofía y otras disciplinas han asumido la cuestión axial de la muerte, desde el estocismo senequista (“Una insensatez es temer un mal que no se padece, un dolor que no se sufre. La muerte no se vive, ni se siente o se experimenta, pero ahí está, en el horizonte de cada cual. La muerte no se teme, se espera”) hasta la conmovedora oposición que Elias Canetti ejerció contra la muerte y sus efectos en una decidida apuesta por su superación (“Del temor por la muerte de uno no se deduce el temor por la muerte del otro, mas gracias -o por culpa de- la muerte del otro, nuestra muerte carece de importancia. El rechazo es moral, pues su preocupación no reside en su tiempo de vida ni en lo angustioso que pudiera ser su muerte. Más bien se asienta en lo otro), pasando por la definición conceptual y biológica del acontecimiento (como distinción de dejar de vivir, del mismo modo en que corresponde diferenciar entre muerte y mortalidad).
La transversalidad referencial y disciplinar de la que Alejandro G. J. Peña hace gala en El arte de vivir la muerte no funciona en detrimento del cariz romántico que adopta tanto en el tono del discurso como en su argumentación formal, lo que al cabo reviste un poderoso sentido si señalamos en el Romanticismo el último gran periodo que puso la muerte en el centro del discurso. Este apego queda demostrado especialmente en apartados como el dedicado a las artes y su “elixir inmortalizador”: “La escritura, por ejemplo, es un homenaje a los muertos que toma la forma de un cementerio de letras. Miles de millones de libros escritos a lo largo de los siglos sirvieron para prestar una suerte de inmortalidad excepcional a sus autores y para labrar las mentes de quienes invirtieron su tiempo -pérdida irrecuperable- en el progreso personal y global”, explica el autor antes de citar a Irene Vallejo: “Los libros nos ayudan a sobrevivir en las grandes catástrofes históricas y en las pequeñas tragedias de nuestra vida”. Frente a la hegemonía duradera de las religiones como industrias excluyentes en la gestión de la muerte, Alejandro G. J. Peña defiende la utilidad de la filosofía a la hora de interpretar (y practicar) la posición ante la muerte como un verdadero arte, un arte propio de la vida más plena, acaso el arte más depurado y preciso. Sirva este ensayo, pues, a modo de proverbial manual de instrucciones.
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