"La banalización es el mayor precio a pagar por el teatro al poder económico"

andrés lima. director de teatro

El fundador de Animalario imparte esta semana un taller de interpretación en La Térmica poco después de haber estrenado en Barcelona su versión escénica de 'Moby Dick' con Josep Maria Pou

El director teatral Andrés Lima (Madrid, 1961), en La Térmica, antes de la entrevista. / Javier Albiñana
Pablo Bujalance

01 de marzo 2018 - 09:06

El Premio Nacional de Teatro y cuatro Premios Max reconocen, entre otros méritos, la aportación única y distinta a la escena española contemporánea de Andrés Lima (Madrid, 1961), fundador de la compañía Animalario (con la que facturó piezas inolvidables como Hamelin y Alejandro y Ana, ambas de Juan Mayorga, o el Urtain de Juan Cavestany) y de otros proyectos como el Teatro de la Ciudad, con el que alumbró su trilogía Medea, Antígona y Edipo además del reciente Sueño. Su último trabajo es la versión escénica de Moby Dick que estrenó hace unos días en Barcelona con Josep Maria Pou en la piel del Capitán Ahab. Esta semana imparte en La Térmica un taller de interpretación y atendió a Málaga Hoy para esta entrevista.

-Resulta difícil evitar la tentación de preguntarle por el teatro político, así que démosle la vuelta: ¿Existe un teatro apolítico?

- Es posible. Imagino que el teatro político tiene una voluntad de discurso político, pero yo no soy muy adepto a esto. Prefiero hacer teatro. Si luego el teatro tiene un significado más o menos político, o más o menos histórico, o romántico, eso va en cada obra. Como género me parece algo pobre, pero más allá de esto la conversación no iría a ningún lado. Primero porque todo es político de alguna manera, todo obedece a determinadas normas ciudadanas de conducta, y cualquier teatro forma parte de esto. Lo que sí es cierto es que, actualmente, el comportamiento político dentro de lo artístico no está muy bien visto. Inspira cierto miedo. Al menos, el comportamiento político propio de la izquierda. Y esto sí que me rebela. ¿Por qué no puedo expresar con libertad una determinada convicción política?

-¿No hemos tenido suficiente teatro de izquierda desde la Transición para alcanzar una normalización respecto al mismo?

-Vivimos en una sociedad cada vez más reaccionaria. Al sistema capitalista, cada vez más neoliberal, no le gusta el teatro, como no le gusta cualquier expresión artística capaz de expresar una crítica. El teatro puede ser de cualquier signo político, como la cultura en general. Lo curioso es que cuando desde la cultura se expresa una determinada idea política propia de la izquierda, los instrumentos censores, tribunales incluidos si hace falta, se ponen en marcha. Mira lo que ha pasado en ARCO. Estos casos, al menos, nos sirven para que tengamos una idea de hasta qué punto nos autocensuramos. El poder político es cada vez más conservador y el miedo es una fórmula extendida como ejercicio del mismo poder, pero no dejamos de vivir en una democracia. El derecho a discrepar es necesario.

-¿Lo que ha dejado la crisis en el teatro es otra crisis endémica, inevitablemente sobrellevada?

-Cuando el poder económico tiene la sartén por el mango y ejerce determinadas presiones fiscales que convierten casi en una quimera el desarrollo de un proyecto teatral estable, lo que queda claro es que a ese poder no le interesan ni el teatro ni la cultura, por mucho que digan lo contrario. No es casualidad que el capitalismo esté en contra de un teatro independiente y de una cultura reflexiva, no ya por una cuestión ideológica sino mucho más económica. La rentabilidad fácil está en otro lado. Incluso el teatro comercial ha cambiado sus contenidos: cada vez está más vacío. La desaparición de las pequeñas y medianas empresas teatrales y la banalización general del teatro constituyen el mayor precio a pagar. Sin embargo, las crisis nunca han sido históricamente malos tiempos para el mundo del espectáculo. Cuanto más aprietan, más necesidad tiene la gente de reunirse. Por eso es significativo que el cine, el hecho de ir a las salas, haya quedado obsoleto como herramienta de cohesión social, mientras que parece que el teatro se ha convertido en el último recurso capaz de sostener esta aspiración en el mundo de hoy. Desde que en 2008 empezara la crisis no he dejado de ver teatros llenos. Han proliferado nuevas compañías y nuevos creadores. La paradoja está en que el campo que tienen que abonar es muy difícil.

-Perdone que insista, pero ¿esa cohesión social no es una cuestión política, al menos en la medida en que el teatro confiere al espectador una calidad cívica?

-El teatro confiere al espectador una calidad cívica porque el espectador se la confiere a sí mismo. Ir al teatro es una cuestión de voluntad, no es una responsabilidad difícil de soportar. Uno va al teatro, principalmente, a pasarlo bien y a ver a otra gente. La imagen del teatro como ágora me resulta fascinante, pero en realidad nunca he reparado mucho en ello. Me muevo más por las emociones. Y me emociono más creando algo en comunidad después de un debate que haciendo lo que me dicen que tengo que hacer. Me divierto más, lo que no deja de ser una emoción. En cuanto nos demos cuenta de que es mejor hacer lo que quieres que lo que te ordenan, nos convertiremos en un peligro.

-Animalario siempre me pareció un intento, bien llevado, de recuperar un teatro popular para España. Sin embargo, ¿no hubo un exceso de impostura intelectual por parte de la crítica a la hora de recibir sus propuestas, un poco como asumiendo la necesidad de redimir a la compañía de esa misma querencia popular?

-Sí, mi voluntad ha sido siempre la de hacer un teatro popular que no estuviera exento de la profundidad necesaria. Nunca he creído que esté reñido lo único con lo otro. Y si en algún caso lo está, es bonita la excepción que confirma la regla. Si algún día me apetece hacer una obra sobre mecánica cuántica, será porque por la razón que sea me resulta atractivo. Hoy día, el público dispone de los resortes suficientes para comprender cualquier tipo de teatro, del más clásico al más vanguardista. No estamos en un país de analfabetos, y menos teatralmente, como podíamos estar en los sesenta. Por más que les pese a algunos, el público puede entender cualquier tipo de narración, gracias seguramente al desarrollo de nuestra formación audiovisual. Mi intención ha sido siempre la de llegar al mayor número de gente posible, y por eso mi teatro es popular.

-¿Cuál ha sido su montaje más difícil, ése en el que casi se larga?

-Artísticamente, diría que uno de los más complejos ha sido el último, Moby Dick, que lo estrené en Barcelona hace sólo unos días, con Josep Maria Pou haciendo de Ahab. La complejidad de mezclar el elemento narrativo de la novela con los mimbres clásicos de la comunicación teatral, a partir de la acción de los personajes, ha sido más que notable. Y, a la vez, Moby Dick es una novela de aventuras, así que el cocktail era explosivo, había que medir muy bien hasta qué punto entrabas en el realismo, o en el romanticismo. Ha sido apasionante, sobre todo como investigación dramatúrgica. En cuanto a la complejidad que entraña siempre trabajar con un grupo humano, ha habido varios proyectos complicados, sí. Sobre todo los que hacemos con un año de investigación, en los que participa mucha gente y en los que hay que unificar muchos criterios. Son experiencias complejas pero muy gratificantes. Medea y Sueño nacieron de unos talleres previos sobre la tragedia y la comedia, respectivamente. Y ahora voy a comenzar otro taller sobre el Golpe de Estado de Pinochet en Chile, que tendrá que ver con el capitalismo del desastre y la llamada doctrina del shock, o la asunción del mismo por parte del liberalismo tras la Segunda Guerra Mundial.

-Al final, ¿lo peor del teatro es que podemos meter a Ahab pero no a la ballena?

-No, eso es lo más divertido, poder recurrir a la imaginación de la gente. El teatro es una ventana abierta a lo imposible.

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