La certeza de otros mundos

Tiempo no perdido | Crítica

Impedimenta recupera las dos primeras novelas de Stanislaw Lem, en las que el autor destiló su terrible experiencia durante la Segunda Guerra Mundial y que constituyen una semilla inversa del resto de su obra

Stanislaw Lem (Leópolis, 1921 - Cracovia, 2006).
Stanislaw Lem (Leópolis, 1921 - Cracovia, 2006).
Pablo Bujalance

23 de junio 2024 - 07:02

La Ficha

El hospital de la transfiguración. Stanislaw Lem. Traducción de Joanna Bardzińska. Editorial Impedimenta. Madrid, 2024. 23,95 euros.

Entre los muertos. Stanislaw Lem. Traducción de Joanna BardzińskaAbel Murcia y Katarzyna Mołoniewicz. Editorial Impedimenta. Madrid, 2024. 22,95 euros.

En El hospital de la transfiguración, cuando los soldados nazis se han hecho ya con el control del sanatorio polaco con la intención de convertirlo en un hospital para las SS, el narrador nos cuenta: “Un alarido estridente, que no parecía proceder de un ser humano, rasgó el aire. Más chillidos llegaban de las plantas superiores del edificio, como llantos histéricos que amenazaban con no parar nunca”. La descripción recuerda, poderosamente, al momento en que el astronauta Kelvin llega a la estación del planeta Solaris en la novela homónima de 1961: lo que debía ser un laboratorio científico de alto rendimiento es una manifestación del caos y la locura. Ambas novelas parecen pertenecer a dos autores distintos o, al menos, corresponderse con dos etapas muy distantes de uno solo; pero Stanislaw Lem (Leópolis, 1921 - Cracovia, 2006) escribió El hospital de la transfiguración, su primera novela, en 1948, solo trece años antes de Solaris. No es mucho tiempo. Más bien al contrario: en un novelista como Lem, trece años son apenas un suspiro. Por lo general, las tres primeras novelas del autor (El hospital de la transfiguración, Entre los muertos y El regreso, escritas entre 1948 y 1950 y reunidas en la trilogía que vino a llamarse ‘Tiempo no perdido’, en atinado signo antiproustiano) constituyen dentro del corpus del escritor poco más que una premisa exótica, una tentativa escasamente digna de consideración en el contexto de la consagración de Lem como maestro de la ciencia-ficción, forjada desde la publicación en 1951 de Los astronautas. Sin embargo, resulta oportuno reivindicar que toda la obra de Lem está profundamente enraizada en esa primera trilogía; dicho de otra manera, que los abismos de otros mundos en novelas como La voz del amo y Fiasco son los mismos que abundan en el horror nazi de Tiempo no perdido.

Ahora, la Editorial Impedimenta, que ya publicó en 2008 El hospital de la transfiguración, emprende el lanzamiento de la trilogía completa, de momento con la reedición del mismo título (con traducción de Joanna Bardzinska) y la primera versión en lengua española de la segunda entrega, Entre los muertos (con traducción de Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz y prólogo de Wojciech Orlinski), una novela cuya publicación llegó a prohibir el mismo Lem dado que los recuerdos que le prodigaba le resultaron insoportables mientras vivió. El regreso, por su parte, llegará a las librerías en 2025, pero el órdago resulta ya bien jugoso en este primer díptico, de lectura reveladora e incómoda, traído desde las afueras del mismo siglo XX en la más fidedigna expresión del pánico. Igual que Kelvin ve amenazadas su razón y su percepción en Solaris, Stefan Trzyniecki, particular alter ego de Lem, ve puesta a prueba su cordura primero en el sanatorio de El hospital de la transfiguración, ante los experimentos a los que son sometidas las víctimas que después, para los nazis, solo podrán significar piezas defectuosas para el desguace; y posteriormente cuando en Entre los muertos es deportado al campo de exterminio de Belzec, donde aguarda la muerte junto a otros miles de judíos. El detonante de la demencia es en ambos el otro mundo, la constatación de que la realidad no era lo que creíamos, sino un remedo pulverizado al fin por la furia destructora que parece sostener un cosmos decidido a callarse. En sus novelas de ciencia-ficción, el universo entrañaba siempre un límite más allá del cual no se puede conocer, solo renunciar a la humanidad propia. Pues bien, ese límite estaba ya bien asentado en el Holocausto. Nunca, seguramente, tuvieron sentido las palabras de Paul Éluard: “Hay otros mundos, pero están en este”.

Nunca, seguramente, tuvieron sentido las palabras de Paul Éluard: “Hay otros mundos, pero están en este”

Especial mención merece, dentro de la galería de personajes de estas dos novelas, el matemático judío Karol Wilk, oculto en un taller en el gueto y reverso eficaz para Trzyniecki. El empeño de Wilk en las matemáticas es el propio de una búsqueda de sentido capaz de trascender la aniquilación de la experiencia, pero aquí la conclusión de Lem es demoledora: sencillamente, no podemos conocer este otro mundo en el que se ha convertido el que creíamos nuestro. Solo podemos padecerlo o, tal vez, exterminarlo. La decisión por parte de  Lem de optar por otros planetas para representar esa otredad en lugar del mal absoluto que destruyó su país durante la Segunda Guerra Mundial tiene que ver, ante todo, con su necesidad de buscar un marco de referencia menos angustioso, suficientemente alegórico, lo bastante al menos como para permitir su escritura; pero también con el hecho de que Lem, médico de sólida formación científica, encontró en la ciencia y la tecnología la mejor versión del señuelo que despierta en los seres humanos la ilusión de que son capaces de conocer la realidad, de que lo que haya ahí fuera actuará y se expresará siempre de manera que sus mensajes puedan ser interpretados. Ante una manifestación decisiva como Belzec, sin embargo, la única obviedad es que no podemos no ya escribir un poema, sino saber de qué está hecho el mundo. Solo nos tenemos a nosotros mismos, y esto tampoco es una buena noticia.

Al menos, las odiseas espaciales, como las del Piloto Pirx, permitieron a Stanislaw Lem abrazar un recurso que en el autor de El hospital de la transfiguración y Entre los muertos habría resultado inimaginable: el humor, la correosa sátira cultivada especialmente en sus relatos. De momento, sin embargo, lo único a lo que puede aspirar Karol Wilk es a dejar una inscripción en su celda: “Wilk ha estado aquí”. Su testimonio resuena como un mensaje lanzado por una civilización lejana a lo largo de las estrellas: también él es ya un ser distante, ajeno a nuestra compresión. De ahí la fuerza de su testamento, la extrañeza de su des-realidad. Cualquiera que empiece a leer a Lem por estas dos novelas consideraría improbable, con razón, todo lo que sucedió después de Los astronautas. Y, sin embargo, la semilla de ese portentoso grito satírico contra el silencio del cosmos que es la obra de Stanislaw Lem está ya bien presente en su trilogía inicial, solo que de manera inversa: había que callarse primero ante el exterminio de un mundo para el alumbramiento de otro ciego y sangriento. Cuando Solaris se extienda ante los ojos de Kelvin para extraer sus peores miedos desde sus sueños más profundos, el silencio tendrá la misma calidad. Pocas veces, en fin, ha llegado la literatura a mostrar tanto sus costuras, a ejemplificar su modus operandi en la creación de mundos, como en la obra de Lem. Y aquí, en estas novelas, empieza todo. 

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