Contra el teatro: razones para preferirlo leído
El diario de Próspero
En la larga trayectoria del premio, sólo un dramaturgo, Buero Vallejo, ha ganado el Cervantes
La resistencia general a reconocer la escritura dramática como una literatura es ya legendaria
En marzo de 2012, el reconocido escritor Héctor Abad Faciolince publicó en el diario colombiano El Espectador una columna titulada Contra el teatro que comenzaba con estas palabras: “Lo digo sin orgullo, casi con pena: ir al teatro me produce una aversión parecida a comer hígado de perro crudo”. En sus palabras no había nada nuevo ni nada que no se haya repetido después en abundancia: seguramente, Héctor Abad Faciolince se habría cuidado mucho de expresar en los mismos términos lo poco que le gusta entrar a un museo, escuchar la Quinta de Beethoven o, ya puestos, leer sonetos. Pero, respecto al teatro, se da por hecho que alguien puede decir algo semejante y no parecer un patán. Insisto: nada nuevo. En su columna, el escritor añadía: “Al que odia el teatro no le importa que a él se hayan dedicado algunos de los mayores genios de la literatura: Shakespeare, Ibsen, Lope, Sófocles, Chéjov… Lo hicieron, sí, pero hace siglos, cuando ellos y el teatro estaban vivos, al mismo tiempo. También Homero era un genio, y escribió las obras cumbres de la épica, pero ¿a quién se le ocurre, hoy, hacer cantares de gesta?”. Habría que ver en qué lugar deja esta afirmación a, pongamos, autores vivos como Wajdi Mouawad, Tom Stoppard, David Mamet o Lucy Kirkwood, sólo por citar a unos pocos. Según Héctor Abad Faciolince, tales autores, por muy buenos escritores que sean, cultivan un arte muerto. Es decir: pierden el tiempo. La cuestión es que me acordé de la columna de Faciolince cuando, el otro día, tras la designación del poeta Francisco Brines como nuevo Premio Cervantes, me dio por revisar la lista de ganadores del galardón y comprobé que sólo figuraba un dramaturgo como tal, por más que alguno que otro de entre los reconocidos pudiera haber escrito y publicado algún texto teatral esporádico: se trataba, claro, de Antonio Buero Vallejo, que ganó el Cervantes en 1986. A tenor de los sucesivos jurados, ningún otro dramaturgo en lengua española ha merecido tal honor. Si atendemos al Premio Nobel, el último autor teatral en la nómina es Harold Pinter, laureado en 2005. Lo mismo: nada nuevo. La resistencia a reconocer la escritura dramática como una literatura es legendaria dentro y fuera del medio cultural y sus afueras.
Es de prever que Héctor Abad Faciolince disfrutará leyendo a Shakespeare, sin tener que pasar por el mal trago de ver sus obras representadas. Es comprensible: Harold Bloom consideraba cada nueva producción de cualquier obra del Bardo un insulto directo a su talento. No hay mes del año en que no aparezca el intelectual de turno para dejar claro que, si Shakespeare viviera hoy, escribiría novelas o guiones para Netflix, pero no teatro, eso jamás, a quién se le ocurre; cuando lo cierto es que no se ha dado en la historia una escritura más conscientemente dirigida a la escena, por alguien profundamente conocedor de sus recursos y signos, como la de Shakespeare (El rey Lear es, entre otras muchas cosas, un manual para el aprovechamiento exhaustivo del escenario que logra transcender las condiciones técnicas de su tiempo). La escritura creada para la escena puede ser leída y disfrutada como tal, por supuesto, y en ello andan editoriales consagradas a la literatura dramática con un empeño quijotesco; pero, en todo caso, se trata de una escritura alumbrada para la conexión directa, en el mismo tiempo y en el mismo espacio, entre el intérprete y el público. Lo que basta para que los dramaturgos incurran, ingenuos, en su propio desprestigio al decidir dejar su obra en manos impuras.
A ningún aspirante a escritor reconocido, entonces, se le ocurriría dedicarse a la literatura dramática. Por la misma regla de tres, a ningún crítico de suficiente influencia se le ocurriría incluir entre los mejores escritores de la literatura española contemporánea a Juan Mayorga, Alberto Conejero, Lluïsa Cunillé, Eusebio Calonge, Guillem Clua, Angélica Liddell o Lola Blasco (cuya Siglo mío, bestia mía, por cierto, puede verse en el Teatro Valle-Inclán de Madrid hasta el 20 de diciembre), por ejemplo, por más que todos ellos atesoren una calidad literaria muy superior a la de gran parte de los nuevos grandes novelistas más promocionados. Tampoco es precisamente nuevo que se hable de lo que no se conoce, y eso pasa, también, por despachar al teatro como un arte vetusto y a la literatura dramática como una ocupación menor. Con lo que sí contamos es con las buenas obras que en el futuro seguirán invitando al público a pensar el mundo. Desde la escena, claro.
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