“Todos necesitamos formar parte de algo, pero hay que hacer el esfuerzo de mezclarse un poco”
Daniel Gascón | Escritor
El autor de 'Fake News: Cómo acabar con la política española' participó esta semana en los Encuentros sobre Transversalidad del Conocimiento que organiza la Universidad de Málaga con una conferencia sobre George Steiner
Málaga/Escritor, traductor, columnista, humorista gráfico y director de la edición española de Letras Libres, Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) ha publicado novelas, libros de relatos y ensayos. Abordó el procés catalán en El golpe posmoderno (2018) y ofreció una certera radiografía satírica de la sociedad española contemporánea en sus novelas Un hipster en la España vacía (2020) y La muerte del hipster (2021). Su último y reciente libro es el ensayo Fake News: Cómo acabar con la política española (Debate), un ácido análisis de la era de la posverdad. Esta semana participó en los Encuentros sobre Transversalidad del Conocimiento que organiza la Universidad de Málaga con una conferencia sobre la Nostalgia del absoluto de George Steiner.
-¿Qué podemos aprender hoy de la Nostalgia del absoluto de Steiner?
-Steiner se muestra a veces como un teólogo. Cree en la relación entre significado y significante. Y al hacerlo escribe de manera muy reveladora sobre la traducción, sobre cómo podemos abordar una misma cuestión desde un ámbito del conocimiento o desde otro. Yo no soy particularmente nostálgico, pero no deja de resultarme muy interesante.
-Se lo pregunto porque, en su día, Steiner supo identificar los sustitutos y paliativos del absoluto. Pero no sé en qué medida esos sustitutos siguen siendo efectivos.
-Steiner no deja de ser el heredero de un mundo un tanto idealizado, al que se aferra todavía a vanas certezas que se van deshaciendo, un poco como Stefan Zweig. Pero lo cierto es que no pocos elementos de ese absoluto habían conducido ya a la catástrofe. Hay aspectos de esa especie de alta cultura que conviven con la barbarie. De modo que ciertas descripciones de la destrucción de ese absoluto pueden sernos hoy provechosas, pero, como decía Chesterton, cuando dejas de creer en Dios puedes llegar a creer en cualquier cosa. Seguramente, uno de los sustitutos más firmes del absoluto está en los tribalismos, donde se dan certezas muy claras que, al menos, te aportan un sentimiento de pertenencia; tanto, que a veces ciertos posicionamientos ideológicos son más tribales que verdaderamente ideológicos. A ver, necesitamos sentirnos parte de algo porque somos seres sociales. Pero si lo que haces es convertir eso en un postureo político, pues al final nos quedamos con eso.
-¿Es la aceptación de los hechos alternativos y las fake news el síntoma de hartazgo del absoluto entendido como información contrastada?
-Cuando se empezó a hablar de la posverdad se comparó con cierta epistemología que sostiene que el relativismo y la ciencia no son más que relatos, que la objetividad no existe. Encontramos en su día ese discurso en académicos de izquierdas, en la escuela pública, en la política y en muchos otros ámbitos. Lo mismo sucede con los hechos alternativos: hace sólo unos días lo vimos respecto a la ley del sólo sí es sí, se dijo desde el Gobierno que no se estaban dando revisiones de penas cuando incluso los jueces lo habían constatado y todos sabíamos ya que no era así. Por lo general, es saludable una dosis acertada de ironía para no parecer soberbio cuando tratas estos temas, pero al mismo tiempo necesitamos un marco de referencia porque no todo vale. Lo paradójico en el caso de la ley del sólo sí es sí es cómo el relativismo ha desembocado en una especie de cinismo.
-Pero si el tribalismo no nos sirve y el absoluto tampoco, ¿dónde fichamos?
-Bueno, ojalá tuviera la respuesta a eso.
-Soy consciente de que es poco menos que preguntarle por el sentido de la vida.
-Yo lo reduciría a un pacto de mínimos. Por ejemplo, ¿qué es lo que más me repugna? Pues seguramente la crueldad. Entonces, se trataría de ponernos de acuerdo a partir de ahí. Pero yo prefiero hacerlo desde la postura propia del liberal irónico, que es consciente de su propia contingencia y que es capaz de matizar su propia posición sin renunciar a ella. Es verdad que todos necesitamos formar parte de algo, pero hay que hacer el esfuerzo de mezclarse un poco. En este sentido, quien se dedica a la actividad intelectual debe afrontar en algún momento el trance de llevar la contraria a los suyos, aunque sea un poquito, porque eso forma parte de su trabajo. A veces hay que mostrarse antipático y desconfiar de los consensos de los tuyos.
-¿Eso implica aceptar que el otro puede tener razón?
-No hay que descartarlo, desde luego. No recuerdo qué poeta norteamericano, para burlarse del pensador liberal, decía de él que, en una discusión, es el que siempre le da la razón al otro. Es muy saludable buscar siempre el mejor argumento contrario al tuyo, ya no por generosidad, sino porque, al menos, si discutes con el mejor de los otros siempre será más divertido. Siempre es más fácil ganar a la caricatura de los otros, al más tosco.
-¿El problema de la prensa respecto a la posverdad es su empeño en no ver el elefante en la habitación?
-El primer elefante que tiene la prensa en la habitación es su debilidad económica, que la hace mucho más dependiente de grupos financieros y políticos a cuenta de la publicidad y otras cuestiones. Eso se percibe en todo el espectro de la prensa, de la nacional a la local. Esto limita mucho la libertad por un lado y, por otro, el tiempo necesario para tratar la información de manera rigurosa. Hay mucho que rellenar y pocos medios para lograrlo, lo que obliga a producir mucho en poco tiempo. El dilema sigue estando entre el click y la suscripción: el click te hace abaratarlo todo y con la suscripción tienes que trabajar mucho para convencer al otro no ya de que te pague, sino de que te pague para leer algo que a lo mejor no le va a gustar. Y luego, como dice Arcadi Espada, antes había en los periódicos muchas cosas que sólo encontrabas en los periódicos, desde entretenimiento hasta información útil y práctica, y al perder esto la prensa ha salido también debilitada. Al final parece que se cumple aquí la tesis marxista por la que la pérdida de solidez económica entraña la pérdida de libertad.
-¿Y cree que sería posible aplicar alguna solución desde el mismo ideario marxista?
-Tal vez, pero creo que es mejor que los medios sigan siendo privados.
-En una entrevista reciente, Enrique Krauze sostenía que lo que pudiera rescatarse de la tradición libertaria se encontraba vigente en el liberalismo contemporáneo. Y, curiosamente, casi a la vez leí una entrevista con Cristina Morales en la que la autora sostenía algo similar pero en dirección contraria: el anarquismo es una versión refinada del liberalismo. ¿Qué considera usted?
-Que estoy con Krauze, sin duda.
-¿Y dónde estarían hoy esos elementos rescatables? ¿Tal vez en el municipalismo?
-Justo ahora puede verse en Madrid una exposición sobre la cultura underground catalana que presta especial atención a las manifestaciones libertarias. Este movimiento me resulta simpático, y es cierto que necesita contextos bastante limitados para que funcione, así que el municipalismo podría ser una opción. Me atraen la idea de la limitación del poder y el espíritu humanista de algunos autores. Pero lo cierto es que el Estado de Derecho, que a su vez se basa en la organización de los desacuerdos, permite el desarrollo de unos servicios públicos que en ámbitos más atomizados muy difícilmente se podrían gestionar. Pero, entre esos elementos rescatables, el principio de resistencia a la autoridad me parece por ejemplo muy importante. Es curioso, porque aquí tenemos una izquierda foucaultiana, que no es exactamente libertaria pero a la que a priori se le suponen algunas semejanzas, como justamente esa resistencia a la autoridad, por ejemplo sanitaria; pero seguimos a estas alturas con la mascarilla puesta todavía en no pocos casos sin saber muy bien por qué, y aquí no se ha movido nada. Bueno, Cristina Morales sí que ha protestado.
-Dentro de esa organización de los desacuerdos que se le presupone al Estado de Derecho, ¿cómo valora la propuesta de Núñez Feijóo para que gobiernen las listas más votadas en las próximas elecciones?
-A ver, en los Ayuntamientos ya se da de manera natural un proceso por el que, si no hay acuerdo, se da exactamente lo que propone Núñez Feijoo. Creo que esto tiene mucho de truco, de estrategia para conseguir las mayorías deseadas, aunque en aquella misma declaración había otras propuestas interesantes que apenas han trascendido. Es cierto que la perspectiva de tener que alcanzar acuerdos puede resultar difícil a los grandes partidos, sobre todo porque quienes ganan son los que tienen que mover ficha. Salvo Rajoy, que se quedó sentado esperando a que lo llamaran. También es verdad que, en la situación actual, hacerle un cordón sanitario a Vox implica hacérselo al PP, lo que entraña una asimetría notable de cara a unas elecciones.
-¿La nostalgia por el bipartidismo es otra manifestación de la nostalgia del absoluto?
-Sí, durante un tiempo se criticó mucho el bipartidismo y se denunciaron mucho sus defectos, y ahora tenemos una fragmentación, que es un término que gusta mucho a algunos políticos, que nos lleva a sentir cierta nostalgia por el bipartidismo. Seguramente se trata de una cuestión de perspectiva: desde una posición determinada es más fácil ver los problemas de la posición contraria. Pero lo cierto es que hay gente que se siente cómoda con las alternativas al bipartidismo y me parece bien que eso se represente en el Parlamento, tal y como ha sucedido. Sería mucho peor que esas sensibilidades e ideas se quedaran en el marco extraparlamentario, sin un lugar donde discutir.
-Hablaba usted de la ironía como un modo de reconocer las contingencias propias, pero ¿qué hay del recurso del humor para señalar las contingencias ajenas?
-Yo trabajo el humor principalmente a través de mis viñetas tienden a ser más macarras, aunque sea porque tienen pocas palabras, pero con ellas quiero llevar estas cosas a un tono cercano al juego. Lo bueno del humor gráfico es que te permite tomar distancias, sacar las cosas de contexto y verlas así en su dimensión real. El problema es que si utilizas la sátira únicamente contra los otros la conviertes en un arma arrojadiza. Por eso es importante utilizarla también contra ti mismo. El humor no deja de ser una mirada sobre el mundo, y lo cierto es que siempre es más fácil ver lo ridículo en aquello que conoces mejor.
-¿Qué estado de salud diría que muestra la libertad de expresión en España?
-Ha habido un retroceso. Por un lado están los enemigos habituales, los de siempre, los oficiales; y, por otro, hemos asumido, especialmente en las redes sociales, que las cosas que ofenden no se pueden decir, algo con lo que demasiada gente ha comulgado. Por otra parte, algunas leyes recientes, como la ley de Memoria Democrática y la ley trans, y así lo han explicado no pocos expertos en Derecho Constitucional, pueden tener algunos problemas en lo relativo a la libertad de expresión, en el sentido de que hay un celo regulatorio traducido en sanciones administrativas con menos oportunidad de defensa. Este aspecto ha sido criticado tanto por liberales como por socialistas, lo que sí resulta significativo, porque del derecho a decir lo que dicen los nuestros siempre estamos a favor, lo más raro es defender el derecho del otro. Si no lo piensas mucho, todos estamos de acuerdo en prohibir la estupidez. Pero en sociedades liberales y avanzadas, afortunadamente, hay que verse en la tesitura de tener que defender a alguien que ha hecho un chiste terrible, que te repugna. Y en situaciones más, digamos marginales, ante un chiste homófobo o un chiste sobre ETA, por ejemplo, el principio es el mismo. Como dice Hitchens, la defensa de la libertad de expresión es independiente del contenido de lo que se expresa.
-¿Volverá el hipster a la España vacía?
-Me encantaría terminar la trilogía, desde luego. En la segunda entrega dejé al hipster en el confinamiento y habría que darle a eso su final merecido. Echo mucho de menos a aquellos personajes.
-¿Le sigue tentando la ficción como mecanismo de creación?
-Sí, este verano volveré a publicar de hecho un libro de cuentos. Me tienta la ficción, desde luego. Creo que el humor ha sido mi manera de llegar a la ficción, con cierta timidez. Pero la novela tiene una sabiduría propia, por no hablar del placer que aporta como lector.
-¿Cómo valoraría la posición social del intelectual en España desde que Ortega se refirió a la cuestión?
-De entrada, el intelectual clásico tiene hoy un papel más reducido que antes, ya que ahora hay muchas más voces. Luego está la figura del experto, que es delicada, porque a menudo el experto es invitado a ir a la televisión, por ejemplo, y termina hablando de casi cualquier tema, es decir, haciendo de intelectual y cometiendo los mismos errores. Al final, al intelectual le queda algo así como una función de creador de memes. Empezando por el mismo Ortega, que es nuestro primer generador de memes, y siguiendo por Costa y por Unamuno. El problema es que, por muy buenas que lleguen a ser sus ideas, al final los intelectuales funcionan como la mafia, sólo matan a los suyos, con lo que todo se queda entre ellos. Otro problema es el carácter acomodaticio: si repasáramos la cantidad de chorradas que han recomendado los intelectuales en los últimos cien años, no daríamos abasto. Piensa en Jean-Paul Sartre y en los demás intelectuales que le negaron la razón a Camus e insistieron en que había que aceptar el Gulag. Como decía Orwell, una idea tan estúpida sólo ha podido tenerla un intelectual.
-¿Y la ciencia?
-El modo en que se ha logrado contener el Covid en comparación con otras pandemias, la velocidad a la que se desarrolló la vacuna y toda la capacidad demostrada han constituido un éxito traducido en la mejora de la vida de la gente, al igual que otros muchos avances médicos y científicos de los últimos años. Otra cosa es la consideración acrítica de la ciencia, que se atienda a lo que dice la ciencia de una manera fetichista. La ciencia es un método de examen, de duda, casi de corrección de nuestras tendencias de autosatisfacción. Funciona como una polifonía de verdades provisionales de la que podemos aprender, sobre todo, a dudar bien.
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