Una intrigante historia (II)

El Jardín de los Monos

Crucemos la puerta y dejémonos hechizar por el embrujo de una ciudad en la que las piedras cuentan historias épicas y a la vez truculentas y las fuentes cantan y ríen como felices adolescentes

Paseando por Roma (I)

Una intrigante historia (II)
Una intrigante historia (II) / M. H.
Juan López Cohard

30 de julio 2022 - 06:15

Málaga/Cuando leí la interesante obra S.P.Q.R. de Mary Beard, me llamó la atención que abriese la puerta de la Historia de Roma con Cicerón, en el siglo I a.C., en lugar de hacerlo, como habitualmente lo hacen todos los historiadores, por su comienzo, por la mitológica fundación de la ciudad. Quizá la historiadora considerase que realmente, la Historia de Roma escrita, comenzó en la época del gran escritor, jurista y retórico Marco Tulio Cicerón. Fueron historiadores como Tito Livio (59 a.C. – 17 d.C.), Tácito (55 – 120) o Suetonio (69 – 130), entre otros, quienes escribieron una historia de la Historia de Roma, procurando que siempre fuese del agrado del emperador de turno. El poeta Virgilio (70 a.C. – 19 a.C.) coetáneo de Augusto y Cicerón fue quien, en su Eneida, dota a Roma de unos orígenes épicos ligados a la mitología griega, atribuyendo su fundación a un descendiente del héroe troyano Eneas, hijo de la mismísima diosa Afrodita.

Hago aquí un inciso para contar el relato que hace Virgilio de la fundación de Roma. Según relata en XII libros, Eneas, era un héroe de la Guerra de Troya, hijo del príncipe de Dardania, Anquises, y de la diosa Afrodita. Fue criado por las ninfas y, como otros muchos héroes, fue instruido en el arte de la caza por el centauro Quirón. Se casó con Creusa, hija de Príamo, con la que tuvo un hijo, Ascanio. Tras la caída de la ciudad de Troya logró escapar con su familia, aunque Creusa murió al quedarse atrás, y emprendió un viaje a través del Mediterráneo con al objeto de cumplir el deseo del dios Júpiter de fundar una nueva ciudad. Misión a la que se opuso la diosa Juno. Virgilio, en el comienzo de la Eneida, dice que: anduvo prolijamente acosado por la violencia de los dioses y por la fiera saña de la memoriosa Juno. Y padeció guerras y trabajos mil hasta que fundó La Ciudad.

Cuando arribó Italia se casó con Lavinia, hija del rey Latino, con quien tuvo un hijo llamado Silvio, y fundó la ciudad de Lavinio en honor a su esposa. A su muerte, sus hijos se dirigieron a los montes albanos donde fundaron una ciudad, a mediados del siglo XII a. C., denominada Alba Longa. En ella reinaron sucesivos descendientes de Eneas hasta que, uno de ellos, Numitor, fue destronado por su hermano Amulio. Éste, para evitar descendencia que le reclamase el trono, obligó a la hija de Numitor, su sobrina Rea Silvia, a ser sacerdotisa de la diosa Vesta, o sea, a ser virgen de por vida.

Pero no contó con los caprichos de los dioses y resultó que Marte, el dios de la guerra, se enamoró de ella y la violó dejándola embarazada. Rea Silvia tuvo dos hijos gemelos: Rómulo y Remo. Éstos, llegados a la juventud, destronaron a Amulio y restauraron en el trono a su abuelo Numiitor que, agradecido, les ofreció a sus nietos elegir un terreno en los alrededores de Alba Longa para que fundaran su propia ciudad. Seleccionaron el septimonium, esto es, un lugar rodeado por siete colinas, a saber: Quirinal, Viminal, Esquilino, Aventino, Celio, Capitolio y Palatino. Rómulo escogió el Palatino para levantar la ciudad amurallada. Después, cosas que pasan en las disputas entre hermanos, tradición que viene desde Caín y Abel, Rómulo mató a Remo y fue el primer rey fundador de Roma. Es curioso que todo el trabajo de Virgilio escribiendo La Eneida para darle a Roma unos orígenes divinos, terminó en que la ciudad nació gracias a una violación y un fratricidio.

Permítame el paseante que yo, siguiendo la pauta marcada por Mary Beard de abrir puertas en el tiempo, abra también una puerta en el espacio y comience este primer paseo por Roma abriendo la enigmática puerta mágica, también conocida como puerta alquímica. Una puerta de mármol del siglo XVII adosada a un muro de unas ruinas romanas que se encuentra en la Plaza de Vittorio Enmanuele II.

Las citadas ruinas pertenecen a lo que fue una fuente monumental que, a su vez, contenía un enorme depósito que formaba parte de la red de distribución de aguas de la ciudad. Una fuente que sirvió de modelo a las que se construyeron a partir del Renacimiento, como la de Trevi por poner un ejemplo. A la voluminosa ruina del ninfeo (monumento consagrado a las Ninfas, especialmente las fuentes) romano se le conoce como Los Trofeos de Mario, porque allí se encontraron los dos marmóreos trofeos de armas, tallados en honor a Mario, que hoy se exhiben en la balaustrada de la michelángela Plaza del Campidoglio. Podemos contemplarlos junto a los dioscuros, Castor y Pólux que rematan la gran escalinata que conduce a la plaza. Estas dos bellas esculturas romanas proceden de un templo que dichos dioses tenían dedicado en el Circo Flaminio. Curiosamente muchos visitantes creen que, al igual que la Plaza, son obra de Michelangelo Buonaroti.

Allá por el siglo XVII, la actual Plaza de Vittorio Enmanuele II, era la finca donde se encontraba el palacio del marqués Massimiliano Palombara. De dicho palacio solo se conserva la puerta que está junto a las ruinas del ninfeo. Palombara era un conocido y apasionado estudioso de las ciencias ocultas. Un alquimista muy relacionado con muchos científicos de reconocido prestigio en la época y con diversas personalidades, también interesadas en esos temas, como la abdicada y autoexiliada reina Cristina de Suecia.

Existe una leyenda en Roma según la cual el marqués conoció un buen día a un alquimista que andaba por su finca buscando unas determinadas hierbas. Eran éstas imprescindibles (según creía) para fabricar su fórmula misteriosa que convertiría en oro cualquier metal. El marqués le atendió sin prestarle gran atención, ya que por aquella época eran muchos los que buscaban la piedra filosofal. Pero he aquí que, al día siguiente, el alquimista desapareció dejando un misterioso recuerdo: unos cuantos copos de oro y un papel donde aparecía escrita, con extraños símbolos, la fórmula por él descubierta. Como quiera que, el marqués no atinó a descifrarla, mandó que la grabaran en todas las puertas de su palacio por si alguien, al verla, entrase y le ayudase a traducirla.

Han pasado más de tres siglos y la sobreviviente puerta del palacio sigue ahí, mostrando el enigmático mensaje críptico, sin que nadie la haya atravesado para interpretar y traducir los símbolos en ella grabados. La puerta está escoltada por dos esculturas del dios egipcio de la fertilidad, Bes, que nada tienen que ver ni con la puerta ni con el ninfeo romano. Ambas figuras proceden de unas excavaciones en el Quirinal donde antaño existieron unos templos dedicados al culto de las divinidades egipcias Isis y Serapis.

Los símbolos grabados en la puerta son extraños y solo algunos son inteligibles, como flechas o garabatos. Personalmente pensé al verlos que el tal alquimista era un cachondo que se quedó con el marqués. Pero son solo ideas mías.

Paseante, no sé si entrando en Roma por esta puerta nos dará la sabiduría necesaria para convertir en oro todo lo que toquemos, pero tengo el convencimiento de que atravesándola sabremos de la riqueza (infinitamente mayor que todo el oro del mundo) que esconde Roma. Igual que la Puerta mágica, Roma encierra un gran misterio, porque misterioso es el hecho de que una pequeña aldea de orgullosos agricultores, de hace más de dos mil quinientos años, pudiese, no solo llegar a ser el más grande imperio de la antigüedad, sino que además configurase el mundo de tal forma que aún hoy vivamos según sus normas.

Crucemos la puerta y dejémonos hechizar por el embrujo de una ciudad en la que las piedras cuentan historias épicas y a la vez truculentas, las fuentes cantan y ríen como felices adolescentes y los mármoles, tan místicos como concupiscentes, muestran su incontenible magnificencia; una ciudad de una belleza sin igual, de una majestad sublime y de una monumentalidad grandiosa. Una ciudad para el amor eterno.

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