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Crítica de Teatro
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Festival de Teatro de Málaga. Hotel Vincci Posada del Patio. Fecha: 8 de enero. Compañía: La Líquida. Dirección, texto e interpretación: David García-Intriago. Música: María Prado. Aforo: Cuarenta personas (lleno).
Desde que la Ilustración terminó por hacer del teatro una cosa muy formal, propicia al lucimiento personal y, en todo caso, favorable a no hacer otra cosa más que estar sentado mientras sucede algo en el escenario, la gran cuestión ha sido qué diantre hacer con el público. Ahí tenemos a esa criatura flácida, a veces gigantesca, otras flacucha y no pocas directamente inexistente o abortada, que llega a la sala, se deja caer en sus butacas y espera que el trago pase cuanto antes para salir a tomar algo. Antaño, el público jaleaba, pataleaba, comentaba en voz alta las jugadas o arrojaba tomatazos a los artistas si la obra no era de su agrado. Pero aquel criterio neoclásico, nostálgico del deus ex machina, hizo de la representación lo más parecido a una misa, ante la que lo único que se puede hacer es estar callado y en posición respetable a modo de demostración de respeto hacia las bellas artes. De alguna forma, la imposición de este criterio significó el principio del fin: el público fue poniéndose cada vez más y más serio hasta que dramas y comedias empezaron a ser recibidos con la misma apatía, una abulia que pedía a gritos una cabezadita para sobrellevar el tostón. El monstruo continuó su decadencia hasta que Alfonso Sastre dictaminó, hace ya unas cuantas décadas, que el público había muerto: si sigue asistiendo al teatro, lo hace en forma de cadáver. Finalmente, la crisis y los balances han certificado que el cadáver prefiere quedarse en casa. Mientras, se suceden fórmulas para conseguir que el público, cual Lázaro, se levante y camine: se le deja de pie, se le sienta en el suelo, se le encierra en cubículos oscuros, se le empapa y se le pinta la cara. La evidencia, sin embargo, es otra: lo que el teatro necesita son cómplices, no espectadores. Amantes, no consumidores. Compañeros de viaje que participen mucho más allá de la adquisición de la entrada. Nada mejor que el criterio ilustrado para hacer de los teatros museos.
Viene todo esto a cuento porque en su último espectáculo, Hambre, David García-Intriago convierte a sus espectadores en comensales. El actor que en Oh vino añadía la cata a la comedia amplía aquí la fórmula y sienta a la mesa a cuarenta personas (las funciones del Festival de Teatro se celebrarán hasta el 12 de febrero en el Hotel Vincci Posada del Patio) para que degusten un plato de olla podrida (muy rica, por cierto) mientras despliega su monólogo sobre la canina, anclado en el Siglo del Oro y con el Quijote como argumento esencial. A su lado, María Prado trenza espléndidos paisajes rockeros con su violonchelo para echar más madera al fuego barroco. Y es que, como advierte el propio García-Intriago, el artífice adopta en esta propuesta el oficio de los viejos cómicos de la legua que hacían lo suyo en las ventas mientras el respetable comía, con la esperanza de que dejara caer algunas monedas. Se da, por tanto, la recuperación de una función distinta del público, pero también de una función distinta del cómico, que establece una conexión más próxima, humana y cálida con el espectador: un vínculo que pasa por la risa, el llanto, el esperpento y la guasa y que termina en un abrazo.
De este modo, Hambre constituye una inmersión feliz y portentosa en el Siglo de Oro, en su estética, su imagen del hombre, sus preocupaciones y sus quehaceres. García-Intriago borda un abrumador trabajo en la búsqueda de fuentes, poniendo sobre la mesa toda clase de coplillas y decires folclóricos consagrados al yantar, mientras da a Cervantes lo que es suyo (maravillosas sus recreaciones de Teresa Panza y el Rucio) y se crece en su función de contador de historias. Alzado como el discípulo más adelantado de El Brujo, García-Intriago ya es el juglar que todos esperábamos. Por más que el hambre excite el ingenio, no se pierdan este festín. Y mojen pan.
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