"Los límites de la esperanza son los de la propia humanidad"
Pablo Bujalance. Periodista y escritor
El autor malagueño publica 'Disolución', una dura y desasosegante distopía que encierra un hermoso y conmovedor canto al viejo estoicismo.
En algún momento impreciso de un futuro no demasiado lejano: la así llamada civilización humana ha saqueado o destruido todos los recursos de la Tierra, una devastadora epidemia ha mermado la población mundial hasta el límite de amenazar la pervivencia misma de la especie y las personas que aún quedan en pie son tratadas por las autoridades como animales sin dignidad o bien, si han tenido suerte, están escapando en naves megajerarquizadas hacia recintos habilitados a tal efecto por las autoridades en otro planeta. ¿Y cómo y cuán improbable será la vida allí fuera? La ciencia-ficción se ha ocupado multitud de veces de esta pregunta, pero a Pablo Bujalance, periodista cultural de lujo, articulista, dramaturgo, escritor y amante irredento del género, le interesa más su reverso: ¿qué pasa con quienes se quedan? En Disolución, la novela que acaba de publicar en la editorial El Toro Celeste, y que presenta este miércoles en Málaga en el Centro Andaluz de las Letras (20:00), ensaya una respuesta, y la respuesta es conmovedora y absorbente, además de valiente e inesperada.
-¿Qué estado de ánimo le llevó a escribir esta historia?
-Después de la doctrina del shock que dejó la crisis han seguido sonando alarmas de pánico a cuenta del terrorismo, el control de la vida privada, la pérdida de derechos, el cambio climático y, más aún, la incapacidad de la civilización occidental de resolver estos problemas. Me parecía interesante, en este contexto, hacer una lectura del viejo estoicismo, de la posibilidad de no dejarse llevar por el miedo y aprender a dirigir las pasiones hacia terrenos distintos del sufrimiento. De ahí la cita de Marco Aurelio que abre la novela y a la vez le da título. A título personal, cada cual dispone de instrumentos para ejercer una autoridad sobre sí mismo lúcida y serena, por más alarmas que suenen. Históricamente, estos periodos en los que no termina de morir una etapa y no termina de nacer la siguiente se han dado marcados por el desorden; pero también en cada uno de ellos ha habido personas capaces de sobreponerse al mismo. Entendí que la historia ganaría en claridad e intención si la llevaba al género de manera inequívoca.
-O sea, que el contexto actual fue determinante...
-He escrito esta novela no porque me interese el futuro, sino porque me interesa el presente. El contexto actual es esencial, y de hecho se cuela con referencias explícitas. Me interesaba especialmente describir con vehemencia el control al que es sometida la sociedad, la vigilancia de sus costumbres, incluso las más íntimas. Se ha producido una entrega sin concesiones de la privacidad a cambio de más información, lo que ha venido a ahondar en la herida porque la información que se demanda es en su mayor parte hueca, no sirve para nada. Y la poca información útil que se emite, como la de los casos de corrupción, se cubre de inmediato de un tono sensacionalista y pobre que espanta cualquier posible análisis sosegado y maduro. El consumo masivo de esta información tiene como principales directrices la carnicería y la estupidez. No hemos salido ganando precisamente.
-¿Por qué la tragedia de los que se quedan y no la aventura de los que se van?
-Es curioso, porque apenas tuve la idea de esta novela empezaron a aparecer noticias que apuntaban a un éxodo masivo a otros planetas como solución para la especie: la NASA comenzó a dar cuenta de planetas hallados con condiciones de vida similares a las de la Tierra y anunció una primera misión tripulada a Marte para dentro de 20 años con el fin de indagar en estas posibilidades. Hasta se hicieron películas al respecto. Ante estas cosas uno se plantea qué haría, y la verdad, por mucho que Arthur C. Clarke pregonara lo contrario, no creo que los seres humanos puedan desentenderse de su planeta así como así. En cualquier caso, siempre que se habla de un éxodo se repara en los que se van, pero no en los que se quedan. Siria es un ejemplo muy ilustrativo del presente. Así que la perspectiva siempre estuvo en juego desde el principio. Seguramente no hay mayor signo de resistencia que quedarse y amar lo poco que se tiene cuando se larga todo el mundo.
-A pesar de la dureza del libro, hay esperanza en él...
-Es que la esperanza es una señal necesaria de humanidad. Es un asunto complejo, porque la esperanza constituye un motivo de sufrimiento... Volviendo a los estoicos, es la autoridad de uno respecto a sí mismo lo que permite mantener la esperanza sin que duela. Cuando escribía me preguntaba por los límites de la esperanza, si ésta tiene sentido cuando todo está perdido. Pensaba en la lucidez insobornable de los personajes de Beckett, quienes, una vez que han comprendido que no saben ni pueden saber nada, únicamente aciertan a encogerse de hombros. Pero los personajes de Beckett no se quitan la vida cuando todo les invita a hacerlo. Les mueve el deseo. Y la esperanza es una manifestación del deseo. Sus límites, por tanto, son los de la propia humanidad. Cabría preguntarse entonces: ¿puede el hombre seguir siéndolo cuando su mundo se esfuma y, por tanto, tener esperanza? Auschwitz ya nos enseñó que sí.
-Hay una forma de amar que vibra de forma muy potente en la novela, y es la paternidad. Y en la maternidad, aunque sea frustrada, de Rebeca, la protagonista...
-Nunca habría escrito una novela como Disolución de no haber sido padre. Kenzaburo Oé, que como padre tiene una historia muy poderosa, decía que no se explicaba cómo alguien que es padre puede abstraerse de esta condición a la hora de escribir sobre cualquier asunto. Y tiene razón. En Rebeca, la nostalgia de la maternidad es también un signo de resistencia: en un mundo devastado, lo más lógico y lo más piadoso es no tener hijos; pero ella comprende que el amor que habría podido darle a un hijo también habría significado un amor al mundo y, por tanto, una oportunidad para el mismo.
-La música y la literatura aparecen retratadas como el reducto último y más alto de cuanto nos hace humanos, además de como bálsamo ante las agresiones y la vulgaridad del mundo. ¿Por qué con tanta frecuencia la cultura se percibe como un capricho o una exquisitez y no como algo de verdad necesario?
-Cuando, poco antes de morir, Ray Bradbury fue preguntado por los libros electrónicos, respondió acordándose de Fahrenheit 451: "No hacía falta quemar los libros para hacerlos desaparecer. Bastaba con convertirlos en electrodomésticos". Una vez que se consagra un único horizonte de mero consumo, es normal que los elementos que nos hacen verdaderamente humanos se vayan desprestigiando hasta convertirse en enseres, añadidos o pasatiempos. El desarrollo tecnológico se ha convertido en un aliado inestimable del pensamiento único, el economicista, esencialmente porque no ha venido acompañado de un juicio crítico. También el apoyo de la propia cultura ha sido decisivo, a base de promociones insensatas de la vulgaridad de la que hablas a cambio de un mayor poder político. Pero claro, ¿quién va a decir que no se fía ni de la cultura ni de los medios tecnológicos que la divulgan?
-De su pasión por Kurt Vonnegut sabrá ya cualquier lector que haya leído sus artículos en estas mismas páginas. ¿Qué otras lecturas del género fueron importantes en su formación como lector y, por qué no, como persona?
-Aprovecho para hacer una reivindicación de la mejor literatura de ciencia-ficción, porque aquí se encuentra la mejor literatura, sin más apellidos. Vonnegut, sin ir más lejos, quien se identificaba plenamente con la ciencia-ficción aunque su obra está hecha a prueba de etiquetas, es uno de los mejores escritores en lengua inglesa del último siglo, para mí comparable a cualquier otro. El fin de la infancia de Arthur C. Clarke es una de las más bellas novelas jamás escritas. Stanislaw Lem conserva, tanto en sus novelas como en sus ensayos, uno de los legados intelectuales más elevados desde la Ilustración. Y creo que pocos escritores rusos han descrito el devenir de la Unión Soviética después de los años 60 con el acierto de los Strugatski. Imagino que tiene sentido que estos autores estén en estanterías separadas del resto en las librerías, pero cuando me siento a leer no tengo una disposición distinta si voy a meterle mano a Tolstoi, a Borges o a Dickens que si me pongo con Fredric Brown, H. G. Wells o J. G. Ballard. Por no hablar de Isaac Asimov. Si esto es literatura barata, a lo mejor la prefiero.
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