La liturgia del silencio

Luz Arcas y Begoña Quiñones, el jueves, en la representación de 'La voz de nunca' en el Teatro Echegaray.
Pablo Bujalance

01 de noviembre 2014 - 05:00

Ciclo de Danza. Teatro Echegaray. Fecha: 30 de octubre. Compañía: La Phármaco. Dirección artística y dramaturgia: Luz Arcas y Abraham Gragera, inspirada en 'Esperando a Godot' de Samuel Beckett. Coreografías: Luz Arcas. Intérpretes: Luz Arcas, Begoña Quiñones, Ignacio Jiménez y Juan Manuel Ramírez. Composición e interpretación musical: Carlos González. Aforo: Unas 150 personas.

Samuel Beckett estrenó Esperando a Godot en 1953, cuando ya llevaba cerca de treinta años entregado a una pasión literaria que hasta entonces había pasado inadvertida. Contra el pronóstico de no pocos críticos que creyeron ver en aquella tragicomedia en dos actos una empresa condenada al fracaso, resultó que Godot cautivó a públicos bien amplios y llegó a disfrutar de un éxito comercial notable. El órdago lanzado a las artes escénicas fue soberbio: la obra pasó a engrosar los más insospechados repertorios, la traducción al inglés del propio Beckett convirtió en dramaturgos a Harold Pinter y Edward Albee y también en la España adormecida de Franco gente como Alfonso Sastre y Fernando Arrabal hizo de Godot una cuestión personal no mucho después de su estreno parisino. Desde entonces, ciertamente, la obra se viene representando como argumento recurrente de eso que algunos siguen llamando teatro del absurdo, y como testimonio histórico de las angustias propias de las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Por más que Beckett defendiera siempre la naturaleza clásica de la obra, y por más que citara entre sus influencias más vivas La Divina Comedia de Dante y hasta La vida es sueño de Calderón, a Godot se le ha adjudicado siempre un carácter fundacional, de borrón y cuenta nueva, porque el hombre no podía seguir siendo la misma criatura después de los horrores cuantificados en la vieja Europa. Beckett tuvo el éxito que había buscado porque había llamado a las cosas por su nombre. Pero resulta significativo el modo en que Godot ha permanecido hasta nuestros días con ese aura de preservación en formol. Su autor dio siempre instrucciones muy estrictas de cómo había que montar la obra, y de hecho vigiló de cerca todas las producciones de las que tuvo noticia en vida. Seguramente tenía razón: mis funciones favoritas son las más fieles al original. Pero, ¿qué significa Godot, superado el mito de la postmodernidad, en este siglo XXI? ¿Es posible dar una respuesta desde el escenario?

Resulta que sí. Es decir, es posible hacer que Godot signifique en el presente, desprovisto al fin de toda la coraza que el existencialismo, el absurdo y demás fanfarria habían tejido en torno a una obra, y en esto hay que dar también la razón a Beckett, que no podía quedarse sólo en el contexto del trauma posterior al Holocausto. Y conviene celebrar que haya sido una compañía de danza la que menos complejos ha tenido para dar el paso. Beckett, que había iniciado una depuración proverbial del lenguaje verbal hasta aterrizar en una literatura y un teatro exentos del mismo, habría sido el primero en aplaudir La voz de nunca de La Phármaco. Porque lo de menos ahora es lo que digan Vladimir o Estragón: lo importante es que siguen ahí, esperando, en un paisaje en que hasta el consuelo suicida del árbol ha sido suprimido. Las coreografías de Luz Arcas reproducen a la perfección los distintos pasajes de los dos actos originales, pero conducidos sabiamente a través de la exégesis de Alain Badiou, según la cual ya no se trata de decir ni de callar (ambos son nada) sino de sentir, más aún, gustar. El parlamento introducido con acierto en boca de Lucky resulta altamente eficaz: el verbo, que antaño fuese Dios, ya no nos sirve. Ha dejado de tener sentido. Más allá de la implacable belleza del montaje y de la abrumadora calidad técnica, no recuerdo haber visto un Beckett tan puro. Ni tan necesario.

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