Un clavo ardiendo en Pedregalejo
Miguel Ángel Oeste | Arena
Miguel Ángel Oeste vuelve a revisar la memoria urbana y personal con ojos de adolescente en su última novela, ‘Arena’ (Tusquets), una inmersión en la alucinada Málaga de los años 90
Málaga/En una entrevista concedida recientemente a este periódico con motivo de la publicación de su libro infantil Carlota quiere leer (Anaya), Miguel Ángel Oeste (Málaga, 1974) afirmaba: “En medio de una infancia muy difícil, los libros me salvaron la vida. Así que mi historia trata sobre el poder de los libros. Me preocupa que los niños estén hoy día permanentemente expuestos a las pantallas mientras la lectura se convierte en una opción cada vez más residual, porque, precisamente, nada llega a ser tan reconfortante como un buen libro. Estoy convencido de que, en un mundo de pantallas, la diferencia está en la gente que lee”. En gran medida, la presencia de la literatura como tabla de salvación es una constante en la obra narrativa de Oeste desde sus primeros relatos, pero es en su última novela, Arena (Tusquets), donde esa consideración cristaliza de una manera tan singular como de largo alcance. El buen recibimiento que la crítica y los lectores han prodigado a esta obra confirma la consolidación del autor malagueño no ya como la promesa que fue, sino como la realidad sólida que es; y, en este sentido, Arena entraña también la definitiva concreción de una búsqueda que empezó con la primera novela del escritor, Bobby Logan (2011), y que confirma ya un nombre a tener en cuenta en la literatura española actual: el de Miguel Ángel Oeste.
El autor ambienta Arena en la Málaga de los años 90, en la misma playa de Pedregalejo que sirvió también de marco fundamental a Bobby Logan. Los lectores de ambas novelas encontrarán, por tanto, confluencias inevitables, aunque también distinciones profundas: si Bobby Logan funcionaba como una obra coral merced a sus diversos protagonistas, aquí es un solo personaje, el adolescente Bruno, quien lleva la voz cantante en una implacable primera persona y en una exposición descarnada (con una afilada querencia a la literatura más furiosa y desoladora de Alan Sillitoe) de experiencias, impresiones, vacíos, heridas y muchas más dudas que certezas. Si en Bobby Logan la adolescencia representaba una suerte de paraíso perdido, como la sospecha de que todo relato del pasado tiende más al sueño que a la memoria, Arena presenta a un personaje ubicado en lo que muy bien podría ser un Edén ideal (el verano malagueño de la juventud primera, con todo el tiempo y ninguna responsabilidad por delante) y que, sin embargo, habita un infierno harto reconocible con una familia destruida, el futuro contemplado como un muro y un vacío cómplice de la autodestrucción. Por más que su padre le insista en que deje los cómics y las novelas y se ponga a estudiar, sólo la lectura, con la complicidad inesperada de una bibliotecaria, ofrece a Bruno un paréntesis certero en esta condena en la que, estrictamente, no pasa nada: los amigos, la playa y los trapicheos forman parte de la misma especulación en la mirada de un personaje que sólo encuentra la verdad en la ficción.
En Arena, Miguel Ángel Oeste se deja guiar por la brújula del Tolstói que recomendaba contar la historia de su aldea a quienes aspiraba escribir una obra universal. La Málaga de los años 90 era aquella urbe gris llena de promesas que aspiraba a reforzar su proyección turística y en la que las relaciones vecinales se daban en la liturgia discreta de las ciudades pequeñas. Vivir en Málaga significaba aceptar un lugar en el mundo en el que, ciertamente, no pasaba nada, o muy poco. Oeste rinde además homenaje a su propia generación en una novela concebida como una canción de Los Planetas, tal vez la banda de rock español que, en aquellos años de rendición al inglés, supo reflejar con más precisión las sensaciones comunes de aquella juventud en una lengua reconocible. En aquella Málaga sólo había un museo, no venían cruceristas, el Puerto estaba separado de la ciudad por una muralla y un silo, Torremolinos era ya un territorio extraño y los estímulos había que creérselos o, mejor, inventárselos. Picasso era aún un desconocido y Antonio Banderas acababa de marcharse a Hollywood para rodar Los reyes del mambo y comenzar su gran odisea americana. El centro era un lugar inhóspito además de abierto al tráfico y Málaga entera una ciudad alucinada ante sus propios contrastes, sin Noche en Blanco, sin Pompidou, con un alumbrado navideño modesto y con previsiones no precisamente ilusionantes. Sólo quedaba aquella playa de Pedregalejo con sus chiringuitos, la cerveza caliente en la arena y el sudor pegado a la piel: “Ansiaba no tener memoria ni recuerdos. Que el pasado desapareciera con la misma facilidad con que el sol se ocultaba por el oeste. La única posibilidad de vivir otra vez (...) ¿Cómo sería no tener memoria?”, se pregunta Bruno, en la novela, antes de la tragedia. Como aquella Málaga que tanto empeño puso en olvidar.
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