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Mikel Lejarza
Toulouse
A mis hijos | Crítica
A mis hijos (Recuerdos de los días pasados). Pável Florenski. Prólogo de Domenico Burzo. Traducción de Luis C. Fajardo y María Demidovich. Fundación Altair. Sevilla, 2023.
Aunque recuperada tras el hundimiento de la URSS y la parcial y efímera apertura de los archivos secretos que documentaron la represión, la figura del pensador, teólogo y mártir Pável Florenski sigue siendo menos conocida de lo que merecen tanto su doliente trayectoria, máximo ejemplo de resistencia en la adversidad, como una obra exigente y luminosa que pone de manifiesto, frente a los prejuicios de quienes piensan que se trata de ámbitos incompatibles, las posibilidades de entendimiento entre la religión y la ciencia. Sacerdote ortodoxo e ingeniero eléctrico, el padre Pável se interesó por disciplinas tan distintas como las matemáticas, la física, la mineralogía, la epistemología, la filosofía de la ciencia, la lingüística, la teología, la teoría del arte o la estética, en la que a juicio de los especialistas alcanzó sus logros más elevados. Le quedaban veinte años de vida cuando empezó a redactar, a los treinta y cuatro, sus “recuerdos de los días pasados” con el sencillo título de A mis hijos, un libro hasta ahora inédito en España que ve la luz gracias a la colección Studia Humanitatis, dirigida por Fidel Villegas para la Fundación Altair. La edición, traducida por Luis C. Fajardo y María Demidovich, contiene centenares de notas y se ofrece acompañada de un extenso prólogo donde uno de los máximos conocedores de la obra de Florenski, Domenico Burzo, analiza su singularidad y relevancia.
Eligió compartir el destino de su pueblo, acosado pero libre en la intimidad de su conciencia
Desde finales del XIX, al tiempo que seguía reprimiendo cualquier conato de rebeldía, gracias a la red policial de la que tanto aprendieron los bolcheviques, la Rusia zarista vivió un periodo de esplendor cultural –la llamada edad de plata– que dio frutos en todos los órdenes. En esa estela, influido por la espiritualidad de Tolstói y por los principios del movimiento simbolista, Florenski desarrolló, a veces forzando el dogma, un pensamiento complejo y original que podía combinar en una misma aproximación la dialéctica platónica, el imaginario dantesco de la Comedia, la devoción a las imágenes sagradas de los iconostasios y las novísimas ideas de Einstein. Desde la publicación de Los imaginarios en geometría (1922), el sabio investigador fue considerado un oscurantista que ni siquiera renunciaba a vestir los hábitos sacerdotales, pero el mismo Estado soviético que lo ponía bajo sospecha, a través de medios cada vez más hostiles, se beneficiaba de su altísima competencia técnica para enconmendarle tareas de responsabilidad. Pudo optar, como otros intelectuales, por el destierro, pero no deseaba abandonar su país y eligió, en palabras de su gran amigo el también filósofo y teólogo Serguéi Bulgákov, “compartir el destino de su pueblo hasta el final”, acosado pero libre en la intimidad de su conciencia. Después de ser detenido e internado en el gulag –en el lugar maldito de Solovki, las gélidas “islas del martirio”, donde aprovechó para estudiar el permafrost– fue fusilado en 1937, el año del Gran Terror.
La infancia es el reino del asombro perpetuo, el ámbito natural de iniciación en el Misterio
Iniciadas en vísperas de la Revolución de octubre e interrumpidas en 1925, las confesiones de Florenski no recogen el tiempo más duro de la persecución ni el calvario final, pero como bien apunta el profesor Burzo revelan el origen de su compromiso y la solidez, reforzada por la paternidad, de su “vocación de hombre de fe y de ciencia”, con el recuerdo de su propia niñez en el centro –la infancia es la edad de la revelación, el reino del asombro perpetuo, el ámbito natural de iniciación en el Misterio– y los hijos como expresos destinatarios. La experiencia mística cotidiana, el contacto con la naturaleza, la visión poética de la realidad, contradicha por las explicaciones racionales de los adultos, suscitan en el niño –en los niños de todo tiempo– lo que el joven experimenta tras la conversión, que es de hecho una especie de retorno. El “idealismo mágico” de Florenski está siempre religado a la vida, a lo concreto, e inscrito en una estirpe –el yo en el nosotros, como flujo incesante– que no es mera suma de las generaciones sucesivas, sino herencia de la humanidad primordial y conciencia cósmica. En una época que prometía la conquista del futuro, aun a costa de arrasar con todo, la mirada del pensador se proyecta hacia atrás –“el pasado no ha pasado: este sentimiento siempre estuvo presente en mí con total claridad”– para encontrar y transmitir las raíces o los cimientos de su camino espiritual, guiado por el deseo de conectar los mundos visible e invisible. Saber es recordar: en la raíz de verdad (alétheia) están la desocultación o el desvelamiento, pero también el cultivo de la memoria como un imperativo personal y de comunidad, la literal negación del olvido.
La edición de A mis hijos incluye, a modo de coda, el testamento que Florenski empezó a redactar en abril de 1917, todavía en tiempos del Gobierno provisional, cuando se hicieron visibles las primeras muestras de persecución religiosa, con la purga de la Academia Teológica de Moscú y su propio cese como redactor de la revista asociada. A esa primera redacción, donde ya contemplaba la eventualidad de su muerte y les pedía a su mujer e hijos –“no olvidéis vuestro linaje, vuestro pasado”– que se mantuvieran “alegres y animados”, fue añadiendo hasta siete breves adendas, la última de marzo de 1923. “Que todo a vuestro alrededor se sature de recuerdos para que nada quede muerto, como algo material e inanimado”, les dice, insistiendo en que conserven la memoria de los ascendientes, se encomienden al Señor, la madre de Dios y los santos Sergio, Serafín o Nicolás el Taumaturgo en las oraciones y recurran a las personas de confianza en tiempos tan difíciles como los que les ha tocado vivir. Los previene contra la búsqueda del poder, las riquezas, la influencia, y los exhorta en particular contra la envidia, de la que proceden “la pobreza espiritual, la mezquindad, las habladurías temerarias, la malicia, las intrigas”. Los anima a ser ordenados y cuidadosos en el trabajo, cualquier clase de trabajo, y claros y precisos en el pensamiento. “Cuando os sintáis mal, mirad las estrellas o el azul del día”.
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