Un mundo feliz

De libros

Anagrama publica la última novela de Jonathan Dee, primera del autor que aparece en España, una desnuda e inquietante descripción del modo de vida de las elites financieras

Jonathan Dee (Nueva York, 1962) fue finalista del Pulitzer con 'Los privilegios'.
Ignacio F. Garmendia

04 de agosto 2013 - 05:00

Jonathan Dee. Trad. Justo Navarro. Barcelona, 2013. 336 páginas. 18,90 euros

Si los lectores ingleses sienten una infinita curiosidad por la vida de las clases altas, que en las Islas no son necesariamente ricas ni han dejado de estar en buena medida vinculadas al linaje, a los norteamericanos lo que les fascina es el lujo, aunque no tenga pedigrí o precisamente porque no lo tiene. Incluso en los ambientes más sofisticados, el culto del dinero no es visto como lo que es, una pasión vulgar, sino como una suerte de religión desacralizada y hasta cierto punto deudora de la ética protestante, que en su forma más extrema -o degradada- se presenta absolutamente libre de connotaciones morales. Es entonces cuando los adoradores del Becerro se revelan, en sus mansiones o fortalezas, como verdaderos esclavos. Son tipos humanos que existen en todos lados, por supuesto, pero los novelistas estadounidenses han sentido un particular interés por retratarlos al menos desde los tiempos de Scott Fitzgerald, el gran cronista de unos años de alocada prosperidad -la edad del jazz, los felices veinte- que en bastantes aspectos pueden ser comparados con la orgía previa a la crisis actual, percepción avalada -a posteriori, como es costumbre en el gremio- por los propios economistas.

Esta novela de Jonathan Dee, un escritor y periodista neoyorquino hasta ahora inédito en España, remite a esa tradición y lo hace de modo brillante, reflejando con ingenio y precisión una parcela poco visible de la vida contemporánea. La primera de las cuatro partes en que se presenta la historia del matrimonio formado por Adam y Cynthia Morey, que se extiende por espacio de dos décadas entre los primeros ochenta y los inicios del nuevo siglo, narra precisamente su boda, una boda temprana que los novios celebran en Pittsburgh, adonde se han desplazado con sus amigos desde Nueva York. Son despreocupados veinteañeros -"adultos que fingen ser niños que fingen ser adultos"- con toda la vida por delante, pero convencidos de que su hora llegará más pronto que tarde por razones biológicas o mera inercia generacional, sin que el relevo conlleve mayores cambios. De la mano del segundo marido de la madre de Cynthia, que ha sufragado la boda e iniciará a Adam en los misterios non sanctos de la especulación financiera, la pareja comienza una irresistible ascensión desde el magma difuso y sólo relativamente confortable de la clase media hasta las más altas cimas de la escala social, donde el dinero llama al dinero y el horizonte se vislumbra como un proceso mágico de acumulación y derroche permanentes, pues llegados a ese punto el capital es una especie de droga que no sacia ni provoca resaca. Un mundo feliz, replegado sobre sí mismo y atento sólo a sus razones, que se rige por una lógica diferente.

Las otras tres partes de la novela reflejan otros tantos momentos en la vida del matrimonio. Ya establecidos, prosiguen su asalto a la cumbre sin dejar de quererse ni plantearse retos cada vez más elevados. No se nos cuenta todo, porque hay importantes saltos en el tiempo que el lector debe reconstruir a partir de las consecuencias, observables también a través de las evoluciones de los hijos, April y Jonas, los únicos que se salen por temporadas -sobre todo el segundo- del guión previsto. En vano aguardamos el paso en falso, la estrepitosa caída, el castigo a los excesos de confianza o a las malas prácticas que han hecho posible el triunfo en su versión más desinhibida. Formar parte de la elite es el objetivo y, por ejemplo, a otro de los mentores de Adam ya no le gustan los aviones, que antes remitían a un mundo exclusivo y ahora obligan a la cohabitación indeseable con gentes que no son como ellos, los elegidos, que pueden recurrir a los jets privados -o si no pueden, sueñan con hacerlo algún día- para no mezclarse con el pasaje. Se sienten distintos y luchan por salvaguardar su diferencia.

En el epílogo a su traducción de El gran Gatsby apuntaba Justo Navarro, a quien debemos también la de la novela de Dee, que el personaje de Fitzgerald es un héroe de tragedia cuya verdadera historia de obstinado trepador resulta mucho más emocionante que sus fabulaciones inspiradas por el imaginario de las novelas populares. Enfrentado a lo real, ese romanticismo de baratija alcanza una altura insospechada, que surge del contraste entre los orígenes inconfesables -tan novelescos- y las aspiraciones ideales. Pero Gatsby tenía esas aspiraciones, personificadas en la evanescente Daisy y dirigidas a la restauración de un amor sublimado. Adam, en cambio, o Adam y Cynthia, en Los privilegios, son insensibles a cualquier forma de pasado -todas sus acciones están orientadas al futuro- y no tienen otro deseo que seguir viviendo en su burbuja, ellos y sus hijos, cada vez más resguardados e inasequibles.

El gran acierto de Dee es que ha renunciado desde el principio a elaborar un discurso moralizante. La perspectiva del narrador permite comprender las razones de sus personajes y mostrarlas del modo más aséptico, sin énfasis ni subrayados. Una cierta ambigüedad, por lo tanto, recorre toda la narración, que insinúa los débiles cimientos que sostienen el mundo de los privilegiados pero no lo condena expresamente, pues la descripción de sus valores está hecha, aunque desde fuera y no sin ironía, conforme a los parámetros que manejan los propios protagonistas. Estos muestran sus defectos y no tienen reparos, como el propio Adam, a la hora de separar la ética (inexistente) de los negocios, pero no son los crueles explotadores o supervillanos del imaginario marxista. Hay de hecho algo de inocencia en su ambición desmedida y a la vez doméstica, en su idea de que la felicidad -ellos la consideran un derecho o la única forma de ser libres- no es posible de otro modo. Las cosas han cambiado mucho desde los tiempos en que los capitalistas sin escrúpulos eran caricaturizados como individuos groseros, grasientos y mezquinos. Novelas como la de Dee permiten visualizar los estadios más sofisticados de una evolución que no los hace menos peligrosos ni más respetables.

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