Por el país de los Cátaros XVI: Toulouse

El jardín de los monos

La ciudad rosa cuna de la violeta, la flor del amor. Apacible y abierta, culta y tecnócrata, ciudad del pasado y del futuro

Ciudad que tiene un aroma especial, un aroma que a los españoles nos resulta más que familiar

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Los Jacobinos. Toulouse. / Luis Machuca
Juan López Cohard

26 de marzo 2023 - 07:10

Málaga/Por donde quiera que nos moviéramos, el centro histórico de la ciudad mostraba un ambiente excepcional con gente entrando y saliendo de los numerosos comercios, bares y restaurantes. Gentes de todas las razas y culturas, propio de una ciudad que siempre acogió amablemente a los inmigrantes. En nuestra Guerra Civil, Toulouse acogió a unos 100.000 españoles; sus hijos suponen ahora una importante parte de la población tolosana.

Llegamos hasta la fascinante abadía románica de San Sernín. San Saturnino -en español- fue obispo de Toulouse allá por el año 250 d.C. Durante las persecuciones cristianas del emperador Decio fue martirizado y muerto, se cuenta que atado y arrastrado por un toro que iba a ser sacrificado, donde hoy se encuentra Notre-Dame du Taur, lugar en el que estuvo el templo de Júpiter Capitolino (El Capitolio) que nada tiene que ver con el actual Ayuntamiento. De los s. XI y XII, San Sernín es la abadía más antigua de Francia después de la de Cluny y una de las iglesias románicas más grandes de Europa. Lo primero que se nos apareció ante la vista, en la propia calle de Taur, fue la magnífica puerta de Miégeville. El tímpano del pórtico representa la ascensión de Cristo, figura sobre el que se centra la escena. Lo sublime de la talla es que el escultor gira levemente la figura, evitando así la frontalidad típica en el románico, para darle movimiento a todo el conjunto que se soporta sobre un dintel con los doce apóstoles y dos ángeles orantes. Dintel bastante curioso porque sus tallas recuerdan las utilizadas en los sarcófagos prerrománicos, lo que hace sospechar que se hubiesen reutilizado algunos para conformar el dintel. Este se apoya en dos ménsulas ricamente talladas. La elegante y esbelta torre-campanario de la abadía está levantada sobre el crucero. Es octogonal de seis plantas que se elevan retranqueándose sucesivamente. Se culmina con una pirámide, también de planta octogonal, que se remata con una cruz. En cada fachada de la torre se abren dos ventanas con arcos abovedados que le dan un aspecto grácil y la hacen inconfundible.

El interior de la basílica, en cuyos muros se alternan los colores blanco y rojo, presenta unas soberbias naves flanqueadas por arquerías apoyadas sobre pilares y rematadas por una grácil tracería que esconde la tribuna. En el centro del crucero nos encontramos con el altar, pieza digna de contemplar que data de 1096 y que fue consagrado por el Papa Urbano II. En la cripta se puede contemplar el relicario de San Sernín, de la misma época que la construcción de la iglesia.

En el Museo Saint-Raymond, magnífico palacio del siglo XVI, está el Museo Arqueológico que nada de interés ofrece, por lo que suele ocupar poco tiempo al visitante, así que nos fuimos a recorrer el viejo barrio medieval de Saint-Cyprien, en el que nos encontrarnos, entre medievales callejuelas salpicadas de casas con fachadas de ladrillo rojo y entramado de madera, con la iglesia gótica de Saint-Nicolás, de la que nos llamó la atención el bello tímpano de su pórtico con la Adoración de los Reyes.

Si en algo se distinguen las calles de Francia es por el exquisito gusto y el mimo con que muestran sus productos los comercios

Emergimos del Medievo cuando regresamos al otro lado del Garona por el Puente Nuevo que data del s. XVII. Si en algo se distinguen las calles de Francia es por el exquisito gusto y el mimo con que muestran sus productos los comercios. Cada escaparate es una obra de arte que te invita a pasar y comprar. Y si hay algo a lo que no se resiste uno es a ocupar una de las mesas de sus bien aderezados y atendidos bares y restaurantes. Así que nos sentamos a comer. Tomamos una exquisita ensalada de verduras y un buen foi a la plancha. No nos faltó un fresquito “chablís” (blanco borgoñés magnífico) con el que regar nuestro almuerzo. Y, para rematar, el café con su correspondiente chocolatina.

Nos acercarnos a ver el convento de Los Jacobinos. Un convento dominico que en la Revolución Francesa fue sede del partido de los jacobinos de Toulouse. Se construyó entre el s. XIII y el s. XIV, muerto ya el santo y acabada la cruzada albigense.

Su potente fachada de ladrillo rojo, aligerada por altas ventanas encastradas entre los contrafuertes, le significa como un típico ejemplo de la arquitectura del románico tardío del Languedoc. Visto desde el ábside se percibe perfectamente su influencia en la catedral de Albí, mientras que la torre, adosada al lateral izquierdo, sigue los cánones del campanario de San Sernín: cuatro plantas octogonales, ligeramente retranqueadas conforme se elevan, con dos ventanas con arcos y tracerías por plano, y rematada con una corona de torrecillas unidas por una balaustrada de sutiles arcos. Torre que, aunque elegante, no resulta tan grácil como el de San Sernín.

Pero lo que realmente resulta impresionante es contemplar en su interior el atrevido y espectacular conjunto de nervaduras policromadas de sus dos naves. La bóveda del ábside se sostiene sobre un pilar en el que descansan once nervaduras entrelazadas de tal forma que adquieren la forma de hojas de palmera que, a su vez, se apoyan en el muro, recibidas por el correspondiente contrafuerte a la vez que abrazan a los elevados ventanales. Ésta bóveda es conocidísima bajo el nombre de La palmera. Justo en el centro de la iglesia, en la cripta que hay bajo el altar, se encuentra la tumba de Santo Tomás de Aquino que, aunque murió en la abadía cisterciense de Bosanova, cerca de Roma, sus restos fueron trasladados aquí en 1369. Peregrinó durante la Revolución Francesa a la vecina San Sernín y en 1974, una vez terminada la restauración de Los Jacobinos, volvió al lugar donde ahora podemos ver su tumba.

Los Jacobinos. Toulouse. / Luis Machuca

Desde Los Jacobinos nos fuimos paseando hasta el Museo de los Agustinos, edificio restaurado de lo que fue el antiguo convento del siglo XIV. En él pudimos contemplar algunas obras espléndidas de Perusino, Rubens, Van Dyck o Murillo. Tras visitar el museo nos dirigimos hacia la catedral de Saint-Étienne. Del siglo XIII al XVII, es totalmente asimétrica. La fachada principal presenta una maciza torre coronada por una pequeña espadaña de la que sobresale adosada otra torre más pequeña con cubierta a dos aguas, en la que se ha incrustado un gran reloj. De ésta, sobre la vertiente derecha del tejado, se eleva otro torreón del que, a su vez, sale otro aún más pequeño y estrecho a modo de chimenea. Al lado derecho de la torre, aproximadamente a mitad de su altura, un tejado que vierte a un agua cubre la portada gótica formada por un gran arco apuntado cuyo tímpano es un gran rosetón parecido al de Notre-Dame de París. La puerta de estilo gótico flamígero está desplazada a la derecha; es ojival y la rematan tres pináculos. A su izquierda quedan dos huecos ciegos como ventanas con arcos ojivales. Y a la izquierda del torreón aparece el edificio románico con sus contrafuertes. En definitiva, un batiburrillo sin orden ni concierto. Yo hubiese jurado que el proyecto fue del Frank Gehry del s. XIII.

El interior de la catedral es continuación del mismo desconcierto. La gran nave románica se conforma en perfecta desarmonía con las tres naves góticas, con capillas laterales, que acaban concurriendo en la girola. Son realmente espléndidas las vidrieras, algunas del siglo XIV.

Se nos acabó Toulouse. La ciudad rosa cuna de la violeta, la flor del amor. Apacible y abierta, bañada por el Garona y atravesada por el canal del Midí que la une con el Mediterráneo y el canal del Garona que la une en Burdeos con el Océano Atlántico. Ciudad culta y tecnócrata, ciudad del pasado y del futuro, ciudad que tiene un aroma especial. Un aroma que a los españoles nos resulta más que familiar, posiblemente porque el Garona arrastra las esencias hispanas de su nacimiento.

Del libro de su Historia no se han borrado las páginas de aquellos Condes de Toulouse que supieron enfrentarse a todo tipo de vejaciones y crímenes en defensa de su pueblo. Que se negaron reiteradamente a doblegarse a las presiones de la Iglesia y la corona francesa para erradicar a sus vasallos cátaros. Sin duda buenos vasallos porque tenían los mejores señores.

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