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Málaga/Los bellos paisajes comenzaban a mostrarnos que nos adentrábamos en los inicios de las altas cumbres que separan al país galo de España. La pequeña ciudad de Foix, de no más de quince mil habitantes, se encuentra en la confluencia del río Ariége con su afluente el Arget dominada por el portentoso castillo condal que se asienta sobre un risco de impresionante altura en el centro del pueblo.
La ciudad, probablemente nacida sobre un castro celta, creció en torno a la abadía de San Volusiano del s. X de la que sólo queda la iglesia. Su historia durante la cruzada cátara está íntimamente ligada a la de Raymond Roger I, Conde de Foix, desde 1188 hasta su muerte en 1223. Protector de los cátaros y aliado del Conde de Toulouse en la resistencia a los cruzados del norte, tuvo varios familiares miembros jerárquicos de la herejía, entre ellos, la más famosa, su hermana Esclarmonde de Foix.
No ofrece gran interés la ciudad a no ser por el fabuloso castillo que, allá en lo alto, como un gran vigía de todo el valle del Ariége, coronando la gran roca, aparece con sus dos murallas escalonadas, que se adaptan perfectamente al escarpado terreno y, sobre ellas, con total simetría, tres potentes y altas torres de distinta configuración y la misma altura. La torre izquierda es de planta cuadrada, compacta, en la que, en su fachada frontal, sólo se distinguen dos ventanas cuadradas y desplazadas a la izquierda. Está cubierta por un tejado a cuatro aguas del que nace un pequeño torreón cuadrangular rematado piramidalmente. La torre central, de planta rectangular, es un energúmeno bastión almenado y la de la derecha, igualmente poderosa, es cilíndrica y almenada; la refuerza medio arco arbotante apoyado sobre la primera muralla. Ésta torre es la más reciente ya que fue construida en el siglo XV mientras que las otras dos son del siglo XI.
El castillo sufrió muchas vicisitudes a lo largo de su historia, entre ellas el asedio y toma por parte del Conde de Barcelona, Ramón Berenguer III, para acabar con las revueltas anticatalanistas de los provenzanos en 1116. Éste hecho se refleja en la excelente pintura de Mariano Fortuny “Ramon Berenguer III en el castillo de Foix”, que se encuentra en el Museo de Arte de Cataluña. Medio siglo después, Simón de Monfort, tras la batalla de Muret, en la que perdió la vida el rey de Aragón, vuelve a sitiar la ciudad y se hace con el Condado de Foix.
El interior del castillo ofrece un interesante museo en el que se reproducen escenas de la vida medieval aparte de interesantes piezas prehistóricas y galorromanas. Desde el castillo vimos una excelente panorámica de la iglesia de St-Volusien. Ante ella nos encontramos con una sobria y románica torre que forma la fachada principal. Dos arbotantes la sujetan. Una puerta en arco de medio punto, dos ventanas rectangulares, en cada cintura de la torre y tres arcos de bóveda con sus correspondientes campanas coronándola son todos los elementos que rompen la fachada. El casco antiguo de la ciudad es agradable de pasear y nos encontramos con una gran cantidad de casas con muros de entramado de madera y algunos edificios muy interesantes.
Miles de lugares encantados en los alrededores de Foix hacen de ésta un destino fantástico para disfrutar de la naturaleza y de la historia. Desde cuevas con importantes pinturas prehistóricas, como la de Mas-d´Azil, con agua y concreciones calcáreas, como la de Labouiche, con dramáticas historias, como la de Lombrives, famosa por el asedio que en ella tuvieron los cátaros, hasta multitud de castillos encaramados, como el de Queribús, pequeñas iglesias románicas o puentes cargados de leyenda como el Pont du Diable. Sin olvidarnos de la gastronomía, ya más típica catalana.
Muy cerca se encuentra el pequeño pueblo de Cucugnan, recordado gracias a la obra de Alphonse Daudet, “Cartas desde mi molino”, en la que uno de los relatos, que recoge una leyenda languedociana, lleva por título “El cura de Cucugnan”. La leyenda trata de un cura que, desesperado porque sus parroquianos pasaban olímpicamente de los sacramentos de la confesión y la comunión, describió en un sermón cómo fue al infierno y se los encontró allí a todos y les propuso un plan de salvación. El sermón tuvo su eficacia y los parroquianos volvieron al redil. La leyenda, según parece, está basada en la realidad y, posiblemente, fuese en la capilla de San Luís de Queribus donde el abate Martín dio aquél sermón.
Cuando llegamos al enigmático “monte seguro”, que es lo que significa Montségur, el asombro se apoderó de nosotros. En un peñasco con paredes verticales, vértice de una montaña de de más de 1.200 metros de altitud, se alza el arcano castillo que se convirtió en capital de la iglesia cátara y fue el centro de la resistencia de la herejía. El castillo pertenecía a Raymond de Pereille, un señor protector y simpatizante de los cátaros que, a petición de éstos, lo reconstruyó para su refugio cuando Simón de Monfort avanzaba en sus conquistas. Sin embargo, su lejano asentamiento y su dificultad de acceso, hicieron que los cruzados, y la propia Inquisición, se olvidasen de él durante mucho tiempo. Fue ya en 1232 cuando Gilabert de Castres, máxima autoridad de los cátaros, decidió establecerse en Montségur. Cientos de herejes le siguieron y la fortaleza se convirtió en una pequeña ciudadela.
En 1243, el Concilio de Béziers determinó que Montsegur, “el santuario de Lucifer” debía ser destruido. Unos meses después el Senescal de Carcassonne, Hughes des Arcis, y el arzobispo de Narbonne, Pierre Amiel, al mando de unos seis mil hombres sitiaron el castillo. A pesar de tan poderoso ejército, (en el castillo no había más de quinientos defensores contando los civiles), las pasaron canutas. No hay más que ver dónde está la fortificación para entenderlo. Al año de asedio sin avances, el Senescal acudió a contratar a unos gascones que dominaban perfectamente el territorio. Ellos les condujeron hasta la parte del peñasco más desguarnecida y, por sorpresa, la tomaron. Esa parte es hoy conocida como Roc de la Tour. Recién comenzado el año de 1244, instalaron en la Roc una catapulta muy potente que impedía el abastecimiento de Montdségur. Pierre Roger de Mirepoix, jefe de la guarnición, no tuvo más remedio que negociar: Pidió una tregua de quince días, el perdón para todos los defensores y que los perfectos quedaran libres si abjuraban de su fe. Todo fue aceptado. El castillo fue tomado y ningún perfecto abjuró de su fe. Doscientos cátaros fueron pasto de la hoguera. La herejía inició el camino hacia su fin.
De las condiciones de la capitulación sólo hay un punto que llama la atención y que ha dado lugar hasta nuestros días a numerosas especulaciones sobre el tesoro de los cátaros. Los quince días de tregua ¿para qué la pidieron? Con todo el Languedoc en manos de las tropas reales era casi imposible que esperasen ayuda de nadie, así que sólo cabe pensar que quisiesen recopilar toda la documentación allí guardada y poner a salvo el enigmático tesoro de los cátaros.
La leyenda ha hecho el resto. Incluso, por la orientación cardinal del castillo, algunos han querido ver en él un templo solar. Hay que dejar volar mucho la imaginación para asimilar Montségur con Stonehenge, entre otras cosas porque la religión cátara era cristiana. Nada que ver con el culto solar de los antiguos celtas y de algunos chalados druidas actuales.
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