Un par de pájaros subidos a las ramas

Algo del otro mundo | Crítica

Impedimenta presenta por primera vez en lengua española, con la traducción de Pilar Adón, ‘Algo del otro mundo’, el único relato que Iris Murdoch publicó en vida, ambientado en un Dublín claustrofóbico

Un viaje a los orígenes

Iris Murdoch (Dublín, 1919 - Oxford, 1999), en una imagen de 1957.
Iris Murdoch (Dublín, 1919 - Oxford, 1999), en una imagen de 1957.
Pablo Bujalance

28 de julio 2024 - 07:02

En 1957, Iris Murdoch (Dublín, 1919 - Oxford, 1999) era ya en gran medida la novelista que sería reconocida un par de décadas más tarde como referencia ineludible de la literatura en lengua inglesa del siglo XX. Acababa de publicar su tercera novela, El castillo de arena, en la que había moldeado ya de manera sólida los arquetipos que seguiría explorando en obras maestras como El mar, El mar (1978) y El príncipe negro (1973). En 1954, su debut en la ficción, Bajo la red, la había situado en la primera línea de la escritura más prometedora de su tiempo. Al mismo tiempo, sin embargo, Murdoch, que acababa de contraer matrimonio con el profesor de literatura John Bayley, con quien compartiría su vida hasta el final, era en gran medida una autora por hacer, adscrita aún al realismo formal, heredero de su primeriza convicción estética sartreana, que poco a poco se iría diluyendo en un simbolismo a menudo alucinado, más próximo a la sustancia caótica de William Shakespeare. Ese mismo año publicó su primer relato, Something Special, dentro de una antología titulada Winter’s Tales que también incluía textos de Doris Lessing y Brigid Brophy, entre otras autoras. Aquel primer relato resultó ser el único publicado por la autora en vida y ahora, por primera vez, lo hace en lengua española de la mano de la editorial Impedimenta, con la traducción, precisa y fiel, de Pilar Adón y bajo el título Algo del otro mundo. Si siempre resulta estimulante la posibilidad de disfrutar un texto inédito en castellano y de difícil acceso de una escritora como Iris Murdoch, de la que creíamos saberlo todo, la lectura de este librito ofrece pistas harto sugerentes sobre la forja de una creadora cuya categoría fundamental sigue estando por hacer no ya en lo que tiene que ver con ella, sino con sus lectores. Murdoch es ese clásico que resuena con fuerza en cada circunstancia y que nos invita a esperar en el mismo sentido en que Borges nos invitaba a esperar respecto a Shakespeare: llegará el día en que seamos dignos de ella y ella sea digna de nosotros.

A pesar de que se trasladó con su familia a Londres poco después de venir al mundo, Murdoch reivindicó siempre sus orígenes irlandeses

Algo del otro mundo está ambientada en Dublín, detalle que, como nos recuerda Adón en el epílogo que completa el volumen, no resulta exótico en la bibliografía de Iris Murdoch, quien, a pesar de que se trasladó con su familia a Londres poco después de venir al mundo, reivindicó siempre sus orígenes irlandeses. En novelas como El rojo y el verde (1965) y, especialmente, El unicornio (1963), Murdoch hace cristalizar esta herencia de una manera reveladora, mucho más afirmada en su identidad más íntima que lo que su proyección como gran escritora inglesa invita aún a sospechar. El Dublín de Algo del otro mundo es para la protagonista, la joven Yvonne Geary, un entorno hostil y claustrofóbico, una prisión en la que no puede haber otro objetivo razonable que el de irse a otra parte: “¿Es que hay algún irlandés vivo que no quiera largarse a Inglaterra?”, se pregunta, entre la decepción y la desesperanza. Sin embargo, el Dublín de Murdoch no es ese agujero yermo en el que no se puede hacer nada, como lo fue para Samuel Beckett; sino una escuela en la que, frente a la innata predisposición a la ilusión como mecanismo constructor de la realidad, es posible atenerse a la realidad misma. Yvonne encuentra un prometedor remedio a su soledad en el muchacho Sam Goldman, quien parece profesar un amor honesto hacia ella, propuesta de matrimonio incluida; pero Sam está también lejos de representar ese algo del otro mundo que Yvonne busca: Dublín sí le ofrece todo lo que necesita para armar la vida que anhela, un sistema en el que desea incorporar a Yvonne como eje central, en torno al que girará todo lo demás. La joven, sin embargo, comprende que el amor no es suficiente en su caso, y aquí se encuentra la lección más determinante que la realidad procura. Cuando, en una de sus profesiones de amor, Sam le promete que ambos serán “un par de pájaros subidos a las ramas”, Yvonne admite que las ramas que ella precisa están muy lejos de los árboles con los que Sam parece conformarse. La realidad consiste, precisamente, en que dos pueden albergar ideas muy distintas de lo que la realidad permite, y que, en una relación, la armonización del criterio de realidad puede ser tan determinante como el amor mismo. 

Frente a la cuestión de la elección y la náusea, Murdoch redefinió su realismo moral en virtud de la atención, en un sentido curiosamente similar al de Ortega

Aun vertido desde una voz narrativa épica y serena, Algo del otro mundo evoca a veces la perspectiva realista de Dostoievski en Noches blancas, precisamente en la preservación de la realidad, dura e implacable, de la ilusión que el amor genera. En este sentido, resulta interesante ubicar este relato en el discurso filosófico que Iris Murdoch desarrollaba mientras tanto y del que dio sus primeras muestras en el ensayo sobre Sartre que publicó en 1953, si bien logró perfeccionarlo conforme hacía arraigar su pensamiento al abrigo de Platón con mayor firmeza: frente a la cuestión de la elección y la náusea, Murdoch redefinió su realismo moral en virtud de la atención, en un sentido curiosamente similar al que acuñó Ortega. La observación del mundo y sus reglas como exigencia discriminatoria frente a la especulación del ensueño adquiere una relevancia ciertamente moral en la medida en que se dirige al otro. La soberanía del bien, de la que también escribió Murdoch, tiene que ver con la atención fiel al otro más allá de lo que la distracción sentimental pueda hacernos imaginar. Yvonne y Sam esgrimen el bien y desean el bien para el otro, pero el bien es para ambos una categoría distinta. Y, como en las comedias de Shakespeare, el matrimonio no constituye, ni mucho menos, el mejor final de la comedia.

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