Pero, ¿y por qué no sale el Cristo de Mena?

Natalia Dicenta, en 'Los persas', de Calixto Bieito.
Pablo Bujalance

16 de enero 2008 - 05:00

En anteriores montajes de Calixto Bieito representados en Málaga, como Plataforma y El rey Lear, el arriba firmante ya había lamentado la ausencia de un lenguaje teatral en beneficio de un pastiche espectacular y escénico cuyo objetivo es impactar, no permanecer. Cuando Bieito parte de textos de excepcional valía histórica, como el propio Rey Lear y estos Persas que nos ocupan, el resultado puede compararse a un rabo de toro cocinado en El Caballo Rojo de Córdoba para su posterior empleo en la fabricación de croquetas congeladas: ahí no hay gastronomía posible, y teatro tampoco. Toda la ira, la violencia y la amargura que destilan estas obras quedan reducidas a una diatriba adolescente resuelta en patadas, masturbaciones y vocabulario soez. Los criminales más horribles de la humanidad son tratados como chusmillas de cuarto de ESO.

Y aquí ocurre un poco lo mismo. Para empezar, de Esquilo, ni papa: sólo al final se recurre al clásico para (intentar) dar coherencia a lo que se ha visto durante la hora y media previa, en la que, sin argumento (esto no es malo) ni orden (esto sí), los personajes, que representan a soldados españoles de misión en Afganistán, cuentan sus expectativas, sus experiencias y sus frustraciones. Bieito se esfuerza en resolver la paradoja de las fuerzas armadas empleadas como instrumento de pacificación pintando a los militares con un toque de muchos cojones y poco cerebro, como marines adiestrados por Lee Ermey en La chaqueta metálica; y, a la vez, con arrebatos poéticos, casi místicos, que encierran intervenciones realmente ridículas, como una en la que un soldado dice que perdió "todos los mitos católicos de su infancia" cuando vio el horror en Afganistán. ¿No le bastó Rouco Varela? La escenografía, atronadora como siempre en los trabajos de Bieito, se pierde desde el principio y no logra integrarse en el discurso, seguramente porque no hay discurso. Sólo impresiones, escupidas, nunca sentidas. Se quejan de que no hay muertos y al poco les dan miedo las tripas. Un poco como cuando las murgas de carnaval, entre copla y copla, montan sus corrillos improvisados y calientan así para la siguiente. Todo pretende ser un réquiem a los soldados españoles muertos en las misiones de paz, entre la condolencia y el ya se lo advertí, ir allí es tontería.

Pero sí que puede destacarse un gran valor del montaje: la música, interpretada siempre en directo, aparece como un elemento escénico de muy inteligente aplicación. Ya en el comienzo, el tránsito entre El novio de la muerte y el In the flesh de Roger Waters es brutal, aunque el momento pide a gritos la comparecencia del Cristo de Mena. ¿Por qué no lo ha sacado Bieito? ¿Acaso le ha faltado valor? Podría haber pedido una subvención a la Agrupación de Cofradías, la imagen del Cristo doliente sobre la tierra chamuscada y los automóviles estallados sí que se habría fijado en la memoria del respetable. Es una lástima, podría haber competido el año que viene para el cartel de Semana Santa. Por fortuna, la música regala otros episodios notables, como una Dicenta ya espectral que canta desde lo alto el Cry baby de Janis Joplin en un arrebato de genialidad y entrañas, ésta es una actriz cantante y no la sosa de Leonor Watling. Vuelta a The wall de Pink Floyd con Goodbye, cruel world, que también entona Dicenta, y se desatan otros furiosos pildorazos musicales, como la acertada aparición del violonchelo y el recuerdo a Pete Townshend con la guitarra hecha añicos. En fin, que lo salvó, como a Lou Reed, el rock and roll.

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