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Tribuna | Cultura
Lanzo una propuesta. Con la misma improvisación con que surge fatalmente un incendio, con el mismo afán de prender y propagarse hasta donde le permitan.
No solo hemos visto la Librería Proteo en llamas, sino que ardimos con ella. Hasta el taró ha venido de mañana, a acabar con los restos del fuego. Nadie en la ciudad de Málaga puede sentirse ajeno a esa librería en particular (a ninguna, en general), y a su memoria colectiva. Nadie puede ponerse de perfil ante sus llamas, y tampoco ante el resultado, ante los restos del día incendiado. Ante todos esos libros, más o menos ardidos, intactos en el valor de sus ideas, pero que inevitablemente quedan fuera del mercado editorial.
“Todos los libros se han perdido”, nos dice Otaola. Habrá de todo, como en librería. En esa pérdida, los habrá calcinados, irreparablemente dañados, estropeados, apenas rozados por el fuego o testigos tan impolutos como asustados. Pero cada uno de ellos tendrá las huellas del incendio, ninguno habrá podido librarse del todo. Cada uno de esos volúmenes incorpora ya una huella material imborrable y un valor inmaterial añadido, si cabe; a causa del incendio, primero, y a causa del apoyo colectivo ante el suceso, después.
Lo que propongo es que no se dilapide ese valor añadido, creado entre el azar, el fuego y la multitud. Que se convierta en apoyo material y simbólico a las librerías, al comercio de proximidad, al tejido urbano diverso y vital, a la cultura y sentido de comunidad. Una vez fuera del circuito editorial, que esos libros no vayan al vertedero, sino que asciendan a la categoría de símbolo, repartidos por toda la ciudad.
Yo quiero salvar, cuidar y conservar uno, o varios, de esos libros. Libros, ejemplares concretos donde se ha reconocido instantáneamente toda la comunidad, y que por una noche han concentrado todo nuestro interés y preocupación. Libros concretos, esos ejemplares y no otros, donde se ha destilado el aprecio de toda la comunidad por el impagable e inagotable valor de la Librería Proteo, referencia social, cultural y económica durante décadas. Quienes acostumbramos librerías de segunda mano, además, sabemos que las señales de uso, olores y tiempo en un libro no son defectos, sino afectos. Dentro de cierto margen, las huellas sensibles de uso en un libro, que a veces incluyen fotografías personales, cartas, notas, postales, marcadores o propaganda obsoleta, o su envejecimiento natural, añaden valor, crean mundos particulares. Cuando el margen de deterioro aumenta, recuperar el libro, volver a pegarlo, cuidarlo, añade un valor, una memoria personal pero universal al libro que ya era.
Por eso propongo que el Ayuntamiento, con la colaboración de otros agentes privados y públicos, invierta y compre la totalidad de esos libros testigos del incendio. Esos y no otros. Al precio que deba ser, el justo y necesario para cubrir las pérdidas de Proteo. Y que los disponga según su estado y condiciones de uso. Que los impolutos los destine a complementar fondo de bibliotecas municipales y colegios, que buena falta hace; que los apenas rozados los reparta regularmente por el transporte y espacio público, como ha hecho ya en otras afortunadas campañas de lectura; y que la gran mayoría, los que tengan señales más o menos evidentes del incendio nos los pongan a la venta, una venta situada y consciente, que podamos comprarlos para recordarnos, mientras los leemos, la preocupación colectiva que fuimos.
No debe ser tan difícil, en realidad, dentro del contexto actual de (supuesto) apoyo municipal al comercio, mientras nos recuperamos de la pandemia, y dentro de la distribución de ayudas europeas para (supuestamente) construir una nueva generación más resiliente, comprometida y capaz. Y no es tampoco ninguna caridad, nadie malentienda, sino un impulsar innovadoramente el mercado del libro, el comercio local de la lectura, donde hay quienes ponemos dinero (nuestras últimas monedas) y quienes, a cambio, nos aportan generosamente conocimiento e imaginación. Una inversión pública coherente y recuperable casi de inmediato, y con efectos sociales, culturales y económicos difícilmente mejorables, a corto, medio y largo plazo.
Hay otras iniciativas ya en marcha, claro, como fomentar la compra de libros en Proteo, en genérico, tirando de otros almacenajes. Iniciativas que deben ser lo cotidiano en cualquier ciudad ilustrada y viva, libros nuevos para costumbres buenas. Pero yo me refiero a esos ejemplares concretos, a los testigos mudos de las llamas, a los que aún resisten allí apuntalando estantes ardidos.
Yo quisiera ser uno de aquellos hombres-libro de Bradbury, salvar, conservar y transmitir algunos de aquellos ejemplares incendiados que una vez fuimos todos. Y quisiera no hacerlo solo, sino en multitud que cuida y transmite, como ciudad cuidadora, con liderazgo de Ayuntamiento y Proteo. Hacer ciudad no es fácil, pero el azar trae siempre buenas ocasiones, incluso trágicas como esta. Y si hay que entrar a empujones en la competición inane, y la tontada inculta y mercachifle, de las marcas urbanas, para la nuestra quisiera algo así. Málaga que ardía, la de mil tabernas y una cuidada librería. Málaga, la ciudad que recupera, conserva y transmite sus libros. Málaga, la primera en el peligro y afecto de las librerías incendiada
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