El Jardín de los Monos
Un verano en Cornualles VIII: explorando Penwith-II
El Jardín de los Monos
Aquella noche fuimos a tomar unas copas al pub de St. Just. He de decir que este pueblecito, de tan solo unos 5.000 habitantes, es el más importante de su entorno y pertenece al “Área de excepcional belleza natural” (AONB de Cornualles). St. Just está tan cerca de Carnyorth que íbamos andando desde casa. La excursión era un tanto curiosa. El camino lo hacíamos atravesando parcelas privadas, algunas con casa habitada y todas valladas con piedras. Eran explotaciones agrícolas o ganaderas, especialmente de ganado vacuno. Nos resultó chocante que todas las parcelas disponían de un paso, a veces escalonado, para la libre movilidad de transeúntes. Es envidiable ese sentido que tienen los ingleses respecto a la privacidad de la propiedad, ya que toda tiene servidumbre de paso. La verdad es que cruzar de noche por medio de las vacas resultaba, cuando menos, inquietante.
El ambiente del pub era muy agradable y nos divertía ver la pasión con la que los lugareños disputaban las partidas de dardos mientras dábamos buena cuenta de nuestras cervezas o cubatas de triple dosis. Aquella noche descubrimos, en una de sus paredes, un cuadro que contenía una oración de la que Cari nos hizo la siguiente traducción: “Señor, líbranos de los naufragios, pero si alguno ha de producirse que sea en beneficio de los habitantes de este pueblo”. Pero, ¿de verdad era sincera dicha oración? Según las malas lenguas, antiguamente, los habitantes de St. Just se aprovechaban de los naufragios que intencionadamente provocaban al iluminar tierra adentro la línea costera. El barco, que despistado, acababa estrellándose en los acantilados, les proporcionaba un rico botín.
Aprendimos en el pub esa noche que, cuando sonaba un toque de campana, era que faltaba un cuarto de hora para el cierre de la barra. Cuando, a los cinco minutos, sonaban dos toques, había que abastecerse rápidamente de bebidas porque, una vez que sonaran los tres campanazos siguientes, ya solo podías seguir bebiendo lo que tuvieses acaparado en tu mesa. Eso ocurría a las once en punto de la noche, pero solíamos abastecernos lo suficiente como para continuar la marcha hasta las doce que cerraba el pub. Y, cerrado el pub, volvimos a casa caminando entre vacas. Esa noche nos tomamos un sándwich de jamón black pauw y nos fuimos a dormir contentos. Ya casi habíamos alcanzado el status de córnicos artúricos.
El antiguo asentamiento de St. Just, del que se conserva una cámara funeraria denominada “Ballowall Barrow”, que fue usada desde el Neolítico hasta la Edad del Bronce, fue una zona minera importante que ha permanecido hasta nuestros días dejando una importante huella en su paisaje. Lo curioso de este asentamiento es el origen de su nombre, ya que no se sabe quién fue el tal San Justo, aunque lo más probable es que provenga de los huesos de Justo de Trieste hallados en la iglesia del pueblo por el cronista y anticuario Guillermo de Worcester en 1478. Lo raro es saber cómo aparecieron esos huesos (si es que son los del santo de Trieste) en Cornualles, ya que ese santo fue martirizado y condenado a morir ahogado en el Golfo de Trieste en época del emperador romano Diocleciano, o sea, en el siglo III d. C. La iglesia St. Just es un hermoso edificio. Aunque fue en 1336 cuando el obispo de Exeter lo construyó. De aquella primitiva iglesia solo ha sobrevivido el presbiterio, mientras que la fachada y las naves que hoy podemos contemplar son del siglo XV.
En los alrededores del pueblo existe una casa llamada “Bosworlas” que, según los estudiosos de la tradición córnica, recibió el nombre de “La morada de Gorlois” que fue el legendario duque de Cornualles allá por los siglos V-VI. Próximo a ella se encuentra el castro celta de los acantilados de “Bosigran”, conocido como la “Morada de Igerna”, que fue la esposa de Gorlois según la leyenda artúrica. Igerna, después de enviudar de Gorlois, se casó con Uther Pendragón con quién engendró al mismísimo rey Arturo.
Los jardines ingleses tienen una especial belleza en cuanto a que están concebidos para asemejarse a la naturaleza de una manera relajada y orgánica. Su apariencia es de rusticidad a la vez que romántica; huyen de la simetría y el abigarramiento de los jardines renacentistas y barrocos de Italia y Francia. Nacieron en el siglo XVIII como reacción a la artificialidad de éstos, ya que los ingleses se inclinan más hacia la belleza de lo natural, y no hace falta ser un experto jardinero, para percatarse de esa belleza de lo informal, de la naturaleza en libertad, que fue lo que nos sedujo del jardín de Trengwainton. El edificio de la finca que acoge el jardín es del s. XVI, pero se conoce históricamente desde, al menos, el s. XIV, y su nombre córnico quiere decir “primavera”. El jardín está amurallado y se construyó en época reciente (s. XX). Se amuralló para impedir que los vientos helados azotaran a las delicadas especies de árboles que se plantaron. Trengwainton es actualmente propiedad de la National Trust y la visita es libre, si bien, como en todos los parajes de dicha fundación, por sus sinuosos caminos, se reparten una serie de huchas de madera destinadas a recoger el voluntario estipendio destinado a su mantenimiento.
Seguimos explorando nuestra pequeña península de Penwith que, por una extraña fuerza, en la que se mezclan la curiosidad, la abruptez y la exuberante belleza, acabamos orillando las costas, de acantilado en acantilado, y deteniéndonos en los bellísimos puertos y calas de doradas playas que ofrecen los pueblitos bañados por el océano Atlántico. Uno de esos puertos de ensueño es el de Mauseholl. “El pueblo más bonito de Inglaterra” según el poeta y dramaturgo galés Dylan Thomas. Acabó Dylan su postrer poema con estos versos: “Mi barca canta al sol / al final del verano por Dios apresurado / y el diluvio comienza a florecer”. Versos que vinieron a mi mente contemplando las barcas tumbadas al sol en las arenas del puerto, vacío de agua por huida de la marea. Esperaban pacientemente a que volviera y poco a poco el diluvio comenzara a florecer. El espectáculo era de una belleza sin igual. Y nos fascinaba mirar las enormes rocas, salpicadas entre las aguas de las afueras del puerto, porque sabíamos que una de ellas era la roca del Mago Merlín, pero nos fue imposible discernir cuál.
El pueblecito, que no alcanzaba los mil habitantes, era encantador, con calles estrechas adoquinadas y floreadas macetas y allí, en Mauseholl, fue donde Nani y Cari se fueron de compras mientras Paco y yo aparcamos el coche en un parking público. Era un solar habilitado para ello y solo controlado por una barrera automática en la salida que se elevaba depositando unas monedas. Cuando fuimos a recoger el coche, nos ocurrió que el precio era de unos cuantos peniques y no llevábamos cambio. Tampoco pudimos cambiar por los alrededores, así que se nos ocurrió introducir en la máquina una moneda de una libra. Se la tragó sin dar cambio alguno y sin que la barrera se inmutara. Decidimos pues, buscar por el pueblo donde cambiar y al fin, después de un buen rato, un tanto lejos del parking, lo conseguimos. Cambiamos una moneda de una libra por varias monedas de 5 y 10 peniques. Volvimos al parking y ¡Oh, Dios! Nos encontramos una cola enorme de coches esperando para salir, con un manifiesto cabreo monumental en sus respectivos conductores, ya que la barrera estaba cerrada y había dos operarios desarmando la máquina tragaperras. Nos interesamos por lo que había ocurrido y supimos que fue una moneda de una libra la que había atascado el mecanismo. Se preguntaban quién habría sido el burro que la había introducido. Nos fuimos disimulando no saber nada del asunto. Ya en el coche, esperando salir del parking, mi compadre Paco me soltó: ¿Y nos vamos a ir sin reclamar nuestra libra? ¡Para eso está el percal! Anda y ve tú a reclamarla si te atreves -le contesté-. Y por fin pudimos escapar de allí. La verdad es que no sé cómo se nos ocurrió introducir una moneda inadecuada en el mecanismo de la barrera automática. Y mira que había un cartel advirtiéndolo, ¡Pero solo estaba en inglés!
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