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Cuando Beethoven afronta la escritura de su Concierto para violín en 1806, el género llevaba más de un siglo de desarrollo en sus moldes barroco y clásico, en los que había dejado muestras de su capacidad para acoger una música que, aun dominada por las habilidades del solista, concedía al compositor espacio suficiente para una amplia demostración de su fantasía artística, estuviera esta volcada hacia la exuberancia, el color y la brillantez, como en Vivaldi, apuntara a la densidad de las texturas y el contrapunto, como en Bach, o se adaptara al universo equilibrado y grácil de Mozart.
El genio de Bonn, que con su Eroica acababa de revolucionar el mundo de la sinfonía, se convertiría también aquí en auténtico parteluz de la historia de la música occidental: su Concierto para violín en re mayor contiene en efecto los gérmenes del Romanticismo que venía incubándose en Europa desde antiguo, y desde su estreno nada en el género concertante volvería a ser igual. Pasado más de un siglo, y las obras extraordinarias de Mendelssohn, Brahms, Dvorák, Chaikovski o Bruch, que pueden considerarse seguidoras de la de Beethoven, Alban Berg se dispuso a retorcer una vez más la naturaleza del concierto y lo haría con un emotivo canto elegíaco, en el que el nuevo lenguaje dodecafónico se fundía de forma admirable con el lirismo inserto en la genética del instrumento y con la tradición, como muestra esa cita final de un coral luterano pasado por el tamiz de Bach.
Pocas veces dos obras tan diferentes tienen en el fondo tanto en común. Es cierto que donde Beethoven pone el gozo (ese rondó final que es una celebración de la vida y de la danza), Berg coloca la amargura por la muerte de una joven (Manon Gropius, hija de Alma, la viuda de Mahler, que falleció en 1935 a los 18 años de edad, justo cuando el compositor afrontaba la escritura de la obra, dedicada por ello A la memoria de un ángel), que donde el de Bonn plantea un ejercicio de virtuosismo, el vienés dibuja con discreta austeridad la línea del violín, pero hay en ambas piezas, más allá del equilibrado tratamiento otorgado a orquesta y solista, un gesto revolucionario, un grito liberador (contra el pasado y contra el destino), un canto humanista a la propia música y su poder para la expresión de las pasiones y las emociones más subjetivas.
Al parecer fue idea de Claudio Abbado emparejar ambas obras para este CD, en el que la joven Orquesta Mozart, creada en Bolonia en 2004, muestra una variada y matizadísima paleta de colores (maravillosas maderas) para acompañar a una Isabelle Faust que toca su propia cadencia para la obra de Beethoven en la que se muestra más delicada y elegante que histriónica o exhibicionista. Lo mejor de esta conjunción de talentos se aprecia en cualquier caso en la visión, extasiada y lírica, de la obra de Berg. Abbado consigue una extraordinaria claridad de todo el complejo textural de la orquesta y prepara con mimo la catarsis trágica del final. La violinista alemana lo sigue con un toque de una sutileza y una flexibilidad subyugantes.
Isabelle Faust, violín. Orquesta Mozart. Claudio Abbado Harmonia Mundi
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