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Formalmente, Andalucía nació el 28 de febrero de 1981. O quizá el 4 de diciembre de 1977, cuando cientos de miles de andaluces se echaron a la calle para reclamar autonomía política. En cualquier caso, una historia de apenas cuatro décadas, claramente insuficiente para entender la esencia de lo andaluz.
Andalucía es una realidad histórica y cultural muy definida, vinculada a un territorio de límites cambiantes donde, quienes lo habitamos, tenemos intereses en común. Territorio, historia y cultura son los principales marcadores de identidad, admitiendo la cultura como un concepto amplio que engloba aspectos tan relevantes como la economía, entendida como conjunto de circunstancias materiales que determinan nuestro modo de vida. Pero que tengamos los mimbres no significa que tengamos el canasto, lo que quiere decir que la existencia del pueblo andaluz exige algo más que potentes marcadores identitarios e incluso que el reconocimiento de su personalidad política, a raíz del Estatuto de 1981. El ingrediente imprescindible es la conciencia.
La conciencia de pueblo surge cuando nos reconocemos en nuestra historia y en nuestra particular manera de organizarnos para satisfacer necesidades y festejar celebraciones, pero hay que advertir del riesgo de que pueda terminar perdiéndose en la complacencia. Mientras que la conciencia complaciente se recrea en la hermosura de la naturaleza y las poblaciones o en las etapas más brillantes de la historia, la conciencia crítica prefiere centrarse en las potencialidades y en las cosas que no funcionan adecuadamente.
La ubicación en un extremo del Mediterráneo ha marcado profundamente la personalidad histórica de Andalucía. La mayor parte del tiempo como territorio periférico, pero con notables excepciones, como el esplendor de Al Ándalus o el comercio con América. Desde hace dos siglos, sin embargo, permanece postergada en la periferia más desafortunada. Tras el hundimiento del comercio con América y fugaces reflejos de revolución industrial, la agricultura se convirtió en el refugio miserable para generaciones rebeldes frente a las injusticias sociales de la época, hasta la llegada de la democracia. Nos fue tan mal cuando las cuestiones de Andalucía se decidían en Madrid, que en la gran manifestación de diciembre del 77 se mezcló el clamor contra el centralismo con la esperanza en el autogobierno como palanca hacia el desarrollo.
Cuatro décadas de transformaciones sociales y mejora del bienestar no han conseguido ocultar el desencanto de muchos andaluces con la experiencia autonómica, tras constatar que se ha acentuado nuestra condición periférica. Entre los errores cometidos conviene destacar dos. El primero, la ausencia de conciencia crítica, tan evidente en la propaganda conformista de la "Andalucía imparable", quizá para ocultar la frustración del vagón de cola. El segundo, el trueque del centralismo madrileño por el sevillano, sin que ni madrileños ni sevillanos tengan nada que ver con ello. Más bien, la preferencia por las estructuras piramidales característica de los centros de poder, siempre temerosos de la energía que suelen liberar los procesos de descentralización.
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