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Alos 99 años ha muerto Robert Solow, premio Nobel al que el gran Paul Samuelson nombró con las palabras del título. Su aportación esencial fue sobre los factores trabajo y capital, cuya acumulación, dijo, no garantiza el crecimiento si no es con productividad, que permite hacer mejor las cosas; a este triángulo mágico se añadió la distribución del producto, consumo, ahorro, financiación e inversión. Sobre las ideas de Solow calculé la evolución de capital, trabajo y producto en la economía española (Revista Española de Economía 1977, 7, 2), comprobando que el crecimiento por acumulación de capital y de mano de obra se agotaba sin productividad. La productividad tiene que ver con la organización de la empresa, la formación de los trabajadores, su salud, protección, bienestar y acceso a la vivienda, mostrándonos que la producción es una actividad social compleja, donde la semilla del genio inventor, capacidad emprendedora, o habilidad del trabajador, se seca si no tiene instituciones donde fructificar. Sin embargo, en este contexto la llamativa tecnología de información y entretenimientos tiene escasos efectos en la productividad total; y la sofisticada inversión financiera es poco más que un proceso especulativo.
Cualquiera que estudie la función de producción llega inevitablemente a la distribución, antes y después del proceso productivo, ve la complejidad de los equilibrios, y la debilidad de las ideas que buscando favorecer inversión y capital, restringen salarios, y confían la distribución a un crecimiento futuro. Robert Solow en el Economic Journal Watch (10,3,2013) dijo: “Me considero una persona de centro izquierda, y no veo por qué los derechos de propiedad son incompatibles con otros derechos económicos que determinan la libertad efectiva de las personas en una sociedad muy desigual”. Hay que valorar lo que es decir esto en Estados Unidos, y no es extraño que en su trabajo Piketty tiene razón, que recogimos hace años en este periódico, señalara que la acumulación de capital y empeoramiento de la distribución de la renta en los últimos 50 años era para él “una tendencia antidemocrática”. La gigantesca figura de Solow con su verdad y sus argumentos molestaba a economistas conservadores, e irritaba a la izquierda radical con su lejanía de los extremos; cualquier pensamiento económico –decía– tiene que justificarse continuamente con la creación de riqueza y bienestar, lo que no se cumple cuando hay crisis económica, empleos precarios o salarios bajos. Samuelson destacaba que Solow llegaba a sus planteamientos por el conocimiento no por ideología; para Solow, Milton Friedman fue un ideólogo del liberalismo de mercado “malo para la economía, y malo para la sociedad”; y sobre Hayek, para quien la intervención del estado llevaba a un “camino de servidumbre”, dijo que la historia muestra que la correlación puede ser la contraria, y sus predicciones implícitas han sido tan falsas como las de Marx sobre la inevitable “miseria de la clase obrera”. El legado de Robert Solow queda en sus discípulos, varios de ellos premios Nobel, y me gusta lo que escribe un joven profesor, alumno suyo en el MIT, Ufuk Akcigit, que se despide de él diciendo: “Adiós profesor Solow, y gracias por la magia”.
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