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Puesto que nos mueve el interés individual, el principal objetivo de instituciones públicas como la Abogacía del Estado o las propias leyes, debe ser procurar que nuestras inquietudes e iniciativas particulares se ajusten al interés general. En el caso de instituciones privadas, como la iglesia o un sindicato, el interés corporativo desplaza al general, pero todas tienen en común el propósito de condicionar nuestras preferencias y la forma en que nos organizamos para satisfacer nuestras necesidades. La importancia del entramado institucional reside en que los incentivos que genera influyen en el nivel de eficiencia con que nos organizamos y en el de compromiso con valores como la justicia o la igualdad.
Parece lógico que, si las instituciones públicas deben perseguir el interés general por encima de cualquier otra cosa, deberían ser independientes y objetivas, es decir, ajenas a intereses particulares y funcionar con criterios técnicos y científicos, pero si cada una de estas características parece difícil de alcanzar de forma singular, la combinación de ambas resulta casi una utopía.
En el caso de las instituciones públicas, el conjunto de los obstáculos a la independencia se resume en uno: los gobiernos no pueden dar instrucciones relativas al ejercicio de sus funciones y, si lo hacen, deben poder rechazarse. Es el caso de los jueces, del BCE o del Banco de España y también debería serlo del conjunto de los organismos reguladores, aunque para ello deben darse algunas otras circunstancias, no siempre fáciles de conseguir, especialmente cuando sus funciones se realizan desde organismos vinculados a las administraciones públicas. La subgobernadora del Bando de España señalaba que la verdadera independencia institucional exige autonomía financiera y organizativa, regulación específica de nombramientos y ceses, transparencia y rendición de cuentas e incluso personalidad jurídica propia.
Sobre la prevalencia de los fundamentos técnicos y científicos en la acción de las instituciones públicas, resulta inevitable traer a colación el cuestionamiento desde mediados del pasado siglo de la objetividad del trabajo científico. La ciencia comenzó a discutir, allá por el renacimiento, la palabra de Dios, transmitida a través de la iglesia, como única fuente inspiradora de las organizaciones humanas y llegó a desplazar incluso a la del soberano tras la revolución francesa. Se ceñía, con ello, una aureola de credibilidad indiscutida que, no obstante, comenzó a cuestionarse en la década de los 60. No solo técnicos y científicos son perfectamente permeables a las influencias de las ideologías, sino que incluso la propia ciencia se ha revelado como un poderoso soporte de las mismas.
Si se admite que las sensibilidades ideológicas y las interferencias políticas desvirtúan la función institucional, condicionando su eficiencia y, por tanto, su utilidad pública, las perspectivas invitan al pesimismo más absoluto. Sobre todo, si son ciertos los rumores del ofrecimiento a Podemos de posiciones clave en organismos reguladores (competencia, mercado de valores, Banco de España, entre otros), tras la formación de gobierno.
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