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Hasta la COP29, dentro de un año, se seguirá hablando de la Conferencia de las Partes, tras haberse logrado este año acordar al menos que hay que salir de la producción y consumo de combustibles fósiles, carbón, petróleo, gas, y acabar con las emisiones de metano, principalmente de la agricultura y ganadería. Se ha conseguido más de lo que se esperaba, pero menos de lo necesario; sigo una descripción de la consultora McKinsey que se suma a los que ven claro que la humanidad tiene que adaptarse a cambios que ya no son naturales, y se dan en circunstancias de emisiones humanas a la atmósfera que no tienen precedente –dicen– al menos en los últimos 66 millones de años. Aprendo del Intergovernmental Panel on Climate Change (AR 6) que la naturaleza ya no se autorregula, pues las emisiones anuales de CO2 medidas durante diez años muestran que el uso de la tierra y combustibles fósiles, añadido a lo que produce la propia naturaleza (como los volcanes) son 833 giga toneladas, mientras que océanos, ríos, bosques y rocas son capaces de retirar sólo 814; el impacto de esa diferencia acumulada año tras año lleva a un grave desajuste, pues la naturaleza se auto equilibra más o menos, pero lo humano no es capaz de equilibrarlo nada ni nadie.
Las temperaturas no son una cuestión anecdótica. Veo en Berkeley Earth y el UK Hadley Center las anomalías en las temperaturas medias (con un intervalo de confianza del 95%) desde 1850 hasta ahora, incluyendo períodos fríos, comparadas respecto a un período intermedio de 30 años; las temperaturas suben clara e indiscutiblemente década a década desde 1980, y acelerándose. Las consecuencias aparecen con mayor rapidez y volatilidad de lo esperado, haciendo imposibles algunos cultivos y la vida de múltiples especies; nuestro capital natural, tierra, aguas limpias, se va perdiendo, al igual que la integridad de la biosfera y los flujos biogeoquímicos, y aumentan las zonas con riesgo de incendio, vientos, sequía o inundaciones. Es una frivolidad permanecer indiferentes, y peor aún intentar lavar la imagen con gestos y palabras vacías, sin acciones sistemáticas, medibles y comprobables, que muestren la voluntad de cada administración, de cada empresa, de reducción de la huella de carbono y mitigar el daño medioambiental.
Entre la irresponsabilidad del cambio climático y la maldad de los conflictos y las guerras, siempre hay en Navidad pensamientos hermosos que nos reconcilian con un sentido humano, perdido, de la tolerancia y la concordia, como estos versos de Francisco de Aldana, el Divino, (Cátedra, edición de José Lara, 1985) cuando dice: “Cubierto pareció todo de estrellas/ ellas tomando dél y él dando en ellas/ relámpago de luz todo ilustrante/, lleno de majestad, pero de modo/ que la misma humildad parece en todo. / Pues no siendo valor menos perfecto/ser Redentor que Criador llamado/ no siga en el hombre más discordia/ nuestra, pues es sin fin misericordia”. Y cuando vemos la noche de Palestina, también con estrellas en la ingenua representación de los belenes, podemos decir, aun sin motivo ni esperanza, el villancico del Cançoneret de Nadal (editorial Balmes,1951): “Muntanyes de Judea, no més tristor/ Celebrem la vinguda del Redemptor”.
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