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Aisabel II y a toda su parentela, turbulenta, a veces taimada, tan mal vestida en general, la conocíamos de fotos, chispazos de reportajes y noticias y crónicas británicas de toda índole, en un país donde el amarillismo es institución. Creíamos conocer a los Windsor por las portadas del ¡Hola! y en cuanto las cámaras enfocaban de cerca empezábamos a sospechar que había mucho más que joyas, sombreros e impermeables de caza. En esas, treinta años atrás, la princesa de Gales vino a zarandear lo que solía quedarse de puertas hacia dentro. Ya nada volvería a ser igual desde el verso suelto de Di, fallecida exactamente un cuarto de siglo antes de su suegra.
La reina de Inglaterra ha sido imagen en esencia y las palabras duchaban sobre lo que sucedía a su alrededor. Había mucho que contar, en verdad. La serie que es el mayor tesoro de Netflix, The Crown, vino a convertir en novelón sabroso todas las desventuras y anécdotas de peso de esa familia que dejaba asombrada a Margaret Thatcher, con Gilliam Anderson asombrosa. Ha fallecido la monarca de los británicos, pero el personaje va a seguir volando alto. Isabel II era institución y también un recortable que inspiró a artistas de toda índole, desde lo irrespetuoso al celofán, de la parodia al autohomenaje. Aun así parecía siempre estar incólume frente a los jaleos descendientes, entre portazos y destierros. Sólo la ausencia de su leal consorte ha parecido decisiva para acelerar su fin.
La televisión vino a contarlo en la realidad y lo contará en la ficción. Este jueves el fallecimiento pilló por sorpresa al planeta. La "preocupación" de los médicos ya barruntaba lo que iba a anunciarse por la tarde. Un lógico monotema para estos días. Creíamos conocer a Isabel II y tal vez no terminaremos de descifrarla pese a haber sido la persona más televisada a lo largo de estos 70 años de imagen.
Ha sido la monarca que ido de la mano con todos los cambios acelerados que han jalonado nuestra evolución social y económico. Del blanco y negro nebuloso al 8 K.
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