El balcón
Ignacio Martínez
Negar el tributo y lucir el gasto
El lanzador de cuchillos
Uno. Ha pasado un año y, según cuentan las crónicas, Israel no sale del trauma del 7 de octubre. Motivos tiene de sobra. Leo en el periódico que, atendiendo al número de víctimas y de población, el 7-O para Israel es como si en el 11-S de Nueva York hubiesen matado a 48.000 personas.
DOS. Hamas, además del horrible secuestro y brutal asesinato de ciudadanos israelíes –añadamos niños decapitados y mujeres violadas– atacó al Estado judío lanzando casi 15.000 cohetes en seis semanas. Con todo ello, consiguió dos de los objetivos que perseguía con el pogromo: congelar los nuevos Acuerdos de Abraham entre Israel y Arabia Saudí y una guerra abierta en la jungla de Gaza. Lo que nunca pudo imaginar –o quizá sí– es que su execrable acción sería aplaudida por buena parte de la izquierda occidental. Incluidos ministros del Gobierno español.
TRES. Es verdad que Israel tiene perdida, de antemano, la batalla de la opinión pública. O, al menos, la de la opinión publicada y las redes sociales. Haga lo que haga y le hagan lo que le hagan. Lo curioso es que antes el odio al hebreo era una enfermedad moral de la derecha y ahora es la izquierda la que está aquejada del mal del antisemitismo.
CUATRO. Si el 7 de octubre de hace un año Israel se había colocado en el lado de la razón –en el del agredido–, en pocas horas Netanyahu logró la ardua tarea de poner a su país en el sitio equivocado –el del agresor–. Sí, es cierto que Israel es una democracia, pero precisamente por ello no se puede permitir traspasar determinadas líneas éticas. ¿Una democracia puede matar a inocentes, martirizar a un pueblo? ¿Una bomba “democrática” que cae en un hospital o en un campamento de refugiados es menos homicida que una lanzada por terroristas o un poder dictatorial? La profecía de Gandhi se acabará cumpliendo: ojo por ojo, todos nos quedaremos ciegos.
CINCO. Estoy de acuerdo con Amos Oz: el de Medio Oriente no es un problema entre árabes y hebreos, sino entre moderados y extremistas. Y a ambos lados de la frontera, son estos últimos los que han impuesto su dialéctica enloquecida. Solamente el esfuerzo común para reforzar a los moderados y, en consecuencia, aislar a los radicales puede procurar a la zona un poco de esperanza. Encomendemos la causa de la paz a la buena gente palestina e israelí; a los musulmanes que abominan del terrorismo yihadista de Hamas y a los hebreos que sienten como suyas las muertes de niños inocentes en Gaza.
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