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LA primera vez que hablé con Pedro Aparicio fue allá por el año 1978, cuando en compañía de Carlos Sanjuan y Rafael Ballesteros fuimos a su casa, un piso en El Candado, a proponerle que encabezara la candidatura del PSOE al Ayuntamiento de Málaga. Fue el inicio de una carrera política cargada de éxitos, esfuerzos, frustraciones y logros que hicieron de Pedro un político singular, un alcalde inolvidable y un enamorado de una ciudad a la que fue conociendo conforme se iba entregando a ella. En aquel primer mandato de penurias y calamidades, de limitaciones y necesidades sobresalía la gran personalidad de Pedro, como hombre culto, educado, selecto y apasionado que supo ganar para la primera alcaldía democrática el prestigio y el reconocimiento de todos. Fue al principio una lucha desigual en la que las necesidades imperiosas y básicas de una ciudad chocaban con unas ridículas posibilidades económicas. Pero aún así, Pedro Aparicio fue poniendo las bases de una ciudad futura que todos presentíamos pero que en aquellos días nos parecía inalcanzable.
Demócrata profundo, admirador de don Manuel Azaña, melómano empedernido, supo volcar en la Málaga que lo acogió todo lo que de exigente, impetuoso, trabajador y esforzado tenía su carácter. Como alcalde fue un hombre entregado apasionadamente a su ciudad a la que sentía y por la que respìraba como si fuese propio cuerpo. Trabajó por Málaga con criterio e independencia que a veces le hizo enfrentarse y discutir con ministros, consejeros y presidentes autonómicos de su propio partido cuando entendía que había discriminación u olvido de la ciudad a la que representaba. Fue un militante correcto, sin grandes entusiasmos pero respetuoso y responsable en todas su actuaciones. Era un verso suelto leal y disciplinado.
En los muchos años en que la actividad política nos hizo coincidir siempre mantuvimos una relación afectuosa, cortés y amistosa. Esa amistad prevaleció y se mantuvo aunque no siempre coincidimos en criterios y actuaciones. Y aún en el contencioso sobre la segregación de Torremolinos, nuestra máxima discrepancia, nunca se resintió ni la amistad ni el afecto.
La última vez que hablé con Pedro Aparicio fue hace diez días, a la orilla del mar, paseando por las playas de Benajarafe y seguía siendo esa persona culta, elegante, correcta, educada y afectuosa que conocí hace 36 años. Y allí estuvimos, evocando tiempos pasados sin resquemores ni nostalgias y analizando inquietudes presentes como si mandáramos sobre el tiempo y el futuro. Y no es así, desgraciadamente. Adiós, Pedro. Hasta siempre.
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