La Rayuela
Lola Quero
El rey de las cloacas
Días atrás, leí al maravilloso pensador Carlos Javier González Serrano que en las grandes ciudades cada vez hay menos bancos en los que sentarse. Es decir, menos invitaciones a conversar. A pararse a detener el tiempo, salir de la burbuja de la urgencia y el trasiego y respirar el oxígeno de la calma y el riquísimo ejercicio de la charla con los demás o de la introspección. Sin menos sitios donde hacer un alto, seguimos siendo soldados de este sistema que invita a exprimir el tiempo por sistema. A hacer cosas porque hay que hacerlas. A un capitalismo mercantil y emocional.
Vivir deprisa es otra de las enfermedades contemporáneas de difícil erradicación. Y se ha convertido en la pesadilla (sin c) que se muerde la ola (también sin c). Porque los días parecen oleadas imparables de la contradicción de no tener tiempo porque no paramos de saturarlo. El Google Calendar se llena de colores y se vacía de días para la calma. Los calendarios que los padres ponen en la cocina con las actividades extraescolares de los niños consumen el ánimo con solo mirarlos. Y ya no solo desaparecen los bancos en las grandes ciudades, es que los sofás se vuelven invisibles o se convierten en ataúdes, porque más que disfrutar de ellos, nos dejamos caer cual agujeros en la tierra porque estamos exhaustos de vivir.
Si los días pasaran a tener 27 horas, creo que solo ganaríamos 3 más de estrés o de sensación de que nos falta tiempo para lo que queremos. Así que, en el afán por remediarlo, seguimos desarrollando inventos que creemos que nos permiten ganar tiempo, pero en realidad nos hacen perder descanso. Pedimos a Glovo y nos perdemos el placer de cocinar, disfrutar de esa liturgia o, en el caso de no llevarnos bien con esa faena, acompañar a quién cocina compartiendo conversación y un vino. Vendemos nuestra alma a Amazon y obviamos el sano proceso de pensar que un regalo para alguien implica pensar en esa persona, sus gustos, lo que le ilusiona (en suma, conectar con ella). Siguiendo una progresión perversa de esa nueva realidad, uno se imagina a los padres y madres del futuro en el paritorio pidiendo una vida para llevar.
El tiempo es uno de nuestros pocos enemigos imbatibles, siempre vamos a perder contra él. Pero a veces la única manera de derrotarle es olvidarlo, sumirlo en la indiferencia. Practicar algún hobby que nos haga olvidar el reloj. Conversar sin cronómetros. Detenerse a contemplar la vida. Ser una hoja esperando a que el otoño nos lleve suavemente hacia el suelo en lugar ser una fruta inmadura que no para de precipitarse desde el árbol.
Y qué suerte que hoy me he podido volver a sentar en este banco, en este sofá, a mirar la vida y escribir sin ella. Sin relojes de arena ni cuenta atrás. Viéndoos pasear por las calles de estos renglones para invitaros a que os sentéis a charlar conmigo. O a hacer su propia introspección.
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