El lanzador de cuchillos
Martín Domingo
Navidad del niño pobre
Relatos de verano
PORQUE, queridos lectores, yo, que no soy tonto del todo, no aparté ni un segundo la vista de mi móvil, que toqueteaba con los dedos pulgares a un ritmo frenético, simulando estar en medio de la partida más importante de mi vida. Después de unos instantes, que se me hicieron eternos, Cantinflas, supuestamente convencido de mi inocencia, tornó su atención al epicentro de sus preocupaciones.
Abrió la guantera y sacó de su interior una maraña de cables, que se supone que guardaban relación con el taxímetro, e intentó ordenarlos entre quejidos ahogados, consiguiendo justamente lo contrario.
Yo no le quitaba la vista de encima, de reojo, por supuesto. No convenía estar desprevenido cuando aquel rudimentario ser estallara.
Pasado un tiempo prudencial, cuando el infeliz comprobó que sus buenas maneras no servían para resucitar a su mascota, pasó a la acción, es decir, intentó arreglarlo a lo español de pura cepa, como nuestros padres solían ajustar los aparatos electrónicos cuando no funcionaban como debieran: a golpes.
Primero le atizó una hostia solitaria, muy seca, en uno de los laterales, y se quedó mirando el monitor con ciertas expectativas. A los pocos segundos de no obtener la menor de las respuestas, le pegó otro leñazo, bastante más contundente que el primero, esta vez con el puño cerrado y de arriba abajo. El soporte de la pantalla crujió y escoró hacia su derecha, quedando algo desvencijado. Entonces se tomó un fugaz respiro, el tiempo justo para arremangarse la camisa y mascullar algunas palabras hostiles y amenazantes, tras lo cual la emprendió a porrazos con el taxímetro.
Su furia crecía con gran celeridad. Curiosamente, mientras lo golpeaba se dirigía a él de forma muy ultrajante y personal, como si fuera el violador de su hija o algo peor. Estuve a punto de preguntarle si ocurría algo, más que nada por disimular un poco, pero lo vi tan encolerizado que decidí esperar a que se calmara. Después de propinarle una soberana paliza, e insultarlo con las palabrotas y blasfemias más atroces, se volvió hacia mí con la cara deformada, granate como el culo de un mandril, y la frente bañada en sudor.
Con voz desmayada, expresó:
-Perdone usted, no sé lo que le ha pasado al taxímetro. Sepa que la cosa iba por…
-La cosa no iba por ningún sitio, Cantinflas. No me cuente milongas. Esa pantalla está más negra que el sobaco de un grillo. Así que andando.
-Ya, pero… usted ha de hacerse cargo de... -el hombre sudaba como si se hubiera quedado encerrado en una sauna.
-De lo que me hago cargo es de que no veo ninguna cifra en esa pantalla. Y el cliente paga lo que marca.
-Le ruego por lo que más quiera… -empezó a suplicar con lágrimas en los ojos.
-Deje de insistir. No sea patético y compórtese como un hombre.
El taxista, asumiendo la inutilidad de sus súplicas, enmudeció. Se quedó mirando la pantalla con la ira subida a su rostro, soltó unos cuantos juramentos y, como remate, flexionó la pierna y asestó un tremendo zapatazo al inocente taxímetro. Éste se desprendió de su soporte y cayó, destrozado, sobre el sillón del copiloto.
-No parece usted una persona muy templada precisamente -dije con sorna-. Espero que no trate así a su hijo cuando traiga las notas del colegio.
-No crea, a veces me ha dado resultado -contestó, esbozando una sonrisa embrutecida.
-¿A qué se refiere, a su hijo o al taxímetro? Porque si se trata de su hijo, miedo que me da usted, Cantinflas.
-No tengo hijos, señor. Pero si viera las palizas que se lleva mi televisión día sí día no. La tengo a raya.
-No me cabe duda. Sus métodos son realmente expeditivos. Bueno, ¿y ahora qué hacemos? ¿Me saldrá gratis la carrera?
-Antes me pego un tiro -respondió, ofuscado.
-Esperaba una respuesta de esa clase -mascullé-. Pues usted dirá cómo vamos a solucionar el contratiempo.
-Muy sencillo, tengo un taxímetro de repuesto en la guantera -sacó un cacharro parecido a un GPS y lo adhirió al parabrisas con la ayuda de una ventosa-. ¿Se acuerda de lo que marcaba el otro justo antes de estropearse? -preguntó, sin mucha convicción.
-No, me ha entrado amnesia de repente. Y usted tampoco lo va a recordar, eso es seguro. Contador nuevo, carrera nueva. Y dé gracias a Dios por que no me baje ahora mismo y lo denuncie a la policía por manipulación fraudulenta del taxímetro.
Para mi asombro, esta respuesta, desabrida pero simple como el mecanismo de un preservativo, constituyó o contuvo el milagroso detonante para que Cantinflas arrancara de una vez por todas. Y aún hubo más: se comportó, desde entonces, como cualquier taxista, es decir, empezó a hablar por los codos y sobre los temas usuales del gremio. Se quejaba del tráfico, del estado de la calzada, del tiempo, de los políticos, de la ley antitabaco y de un sinfín de cuestiones del estilo. A cada momento añadía la coletilla: ¿No le parece a usted?
Al cabo de unos kilómetros, incapaz de soportar un minuto más la insoportable verborrea de aquel hombre, decidí que era el momento de esgrimir una de las excusas, de mis preferidas, por cierto, con la que suelo refrenar a los profesionales excesivamente charlatanes, en especial peluqueros y taxistas.
-Perdone -le corté en seco-, le ruego que no lo tome a mal, pero el caso es que tengo que impartir una conferencia dentro de una hora, y estoy repasando la disertación mentalmente. Le ruego que no me dirija la palabra durante el trayecto. Gracias por su comprensión.
-¿Me manda callar? -protestó con cara de asco-. Pero dicho finamente, ¿no?
-Le he pedido que no hable, que es bien distinto.
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